
La rica tradición educativa-evangelizadora que heredamos a partir de Don Bosco y de toda la escuela pedagógica inspirada en él, pone a nuestra disposición muchos instrumentos que son una novedad – ¡aun hoy! – para el camino de humanización, de personalización, de realización plena de la vocación de nuestros jóvenes.
Con todo es importante ver lo que debería ser una mirada crítica de la fe en nuestra tarea educativa; y nuestra labor cotidiana debe ser vista esencialmente como un hecho salvífico, como un momento oportuno done la gracia de Dios se revela, se manifiesta en lo que hacemos, la descubrimos en las sorpresas con que nos encontramos en nuestro trabajo.
Es conocida la frase del sabio griego Demóstenes que paseando por un suntuoso mercado persa espetó a sus peripatéticos acompañantes:
– ¡Cuántas cosas que no necesito!
Y se largó.
Asegura san Agustín que pobre no es el que tiene menos, sino el que necesita infinitamente más para ser feliz. Porque la mayoría de las veces vivimos deseando poseer cosas que, bajo los efectos de nuestros idealizados deseos, creemos que nos ayudarán a sentirnos mejor. Y eso dura lo que dura, y no tiene fin, ya que en esta sociedad, las necesidades artificiales están a la orden del día. Nos las generan o nos las generamos y una vez cubiertas, vuelven a surgir de mil maneras diferentes.
Sí, tenía defectos. Y te van a encantar
Primer defecto: Jesús no tiene memoria
En el Calvario, en el auge de la agonía indescriptible, Jesús oye la voz del ladrón a su derecha: “Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu reino” (Lc 23,43). Jesús le respondió: “…hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). Jesús olvidó todos los crímenes de ese hombre.
La memoria de Jesús no es igual que la mía…
Segundo defecto: Jesús no “sabe” matemáticas
Si Jesús se hubiese sometido a un examen de matemáticas, seguro que suspendía … “Un pastor tenía 100 ovejas. Una se pierde. Él, inmediatamente, deja las 99 en el redil y fue en busca de la descarriada. Al volver a encontrarla, la puso en su hombro y volvió feliz” (cf. Lc 15,4-7).
Para Jesús, una persona tiene el mismo valor de noventa y nueve e, incluso, más.
“Sean misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36). Es un compromiso que interpela la conciencia y la acción de cada cristiano. De hecho, no basta con experimentar la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien la recibe se convierta también en signo e instrumento para los otros. La misericordia, además, no está reservada solo a los momentos particulares, sino que abraza toda nuestra existencia cotidiana.
Entonces, ¿cómo podemos ser testigos de la misericordia? No pensemos que se trata de cumplir grandes esfuerzos o gestos sobrehumanos. No, no es así. El Señor nos indica un camino mucho más sencillo, hecho de pequeños gestos pero que a sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha dicho que seremos juzgados por los gestos. De hecho, una de las páginas más bonitas del Evangelio de Mateo nos lleva a la enseñanza que podemos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia.
Una de las maneras más cómodas de justificarnos es etiquetarnos y así tenemos la excusa para no cambiar: “perdón, pero es que yo soy así”. Que es la forma educada de decir: “disculpa, pero no me interesa cambiar”.
El yo soy así no es una excusa, sino un agravante; si uno sabe lo que es, está mejor situado que otros para corregirse. Si uno sabe cómo es, razón de más para que no se lo perdone y se corrija.
Todos estamos condicionados por diversos factores: hereditarios, sociales, personales, educativos…todo conlleva un ramillete de virtudes y defectos. Educar es potenciar las virtudes y eliminar -al menos reducir- los defectos. Cuando renunciamos a la lucha con el consabido yo soy así, estamos estorbando el pleno desarrollo de la personalidad y de la dicha de vivir.
Hay en todas las almas -en todas- grandes poderes dormidos, cualidades estimables que podemos abortar con el yo soy así. Pero estos dones se atrofian con defectos que pudieron y debieron corregirse fácilmente con un ligero control sobre nosotros mismos.
Es una pena observar cuánto bien queda muerto antes incluso de haber nacido, bajo la losa de la disculpa simplona y cómoda: yo soy así y no lo puedo remediar.

Pequeños gestos de amor, de esos que seguramente no cambian el mundo, pero que, por un lado, lo hacen más vividero y, por otro, a el corazón de quien los hace.
En la espiritualidad y pedagogía salesiana estos gestos son fundamentales, son lo que constituyen la "amabilidad" o "amor demostrado". Ellos generan confianza, afecto mutuo entre jóvenes y educadores.
Este listado, por supuesto, debe ser ampliado y complementado. Por ejemplo, en el mundo virtual y de las redes sociales en las que hoy vivimos, ¿qué gestos de amor podemos tener?

La palabra misericordia “viene de miserere: compadecerse por un infeliz (miser, desdichado, miserable), y de cor: tener corazón por los aplastados por la vida. Y significa abrirse a sus necesidades desde las mismas entrañas”. Nuestro mundo presenta múltiples heridas, que hay que curar, como dice el papa Francisco, “como en un hospital de campaña”.
Un buen ejemplo nos lo ofreció él mismo el 18 de enero de 2015 en su viaje a Filipinas. Una niña de 12 años, Glizelle, que vivió en la calle y sufrió explotación, le dirigió entre sollozos esta tremenda pregunta, en nombre de los niños y mujeres marginados: “¿Por qué Dios permitió todo esto, si los niños no somos culpables? ¿Por qué tan poca gente nos ayuda?” Recomendamos mejor ver la impactante escena de las palabras de la niña, el abrazo con el Papa y la respuesta de éste. Esas imágenes son la misericordia en acción.

No estamos solos sobre esta tierra en la que somos invitados a ser creadores. Nos encontramos con los otros, con los diferentes a mí, que de alguna manera van a alterar mi existencia. Nunca como ahora hemos tenido delante de los ojos las diferencias del planeta. Etnias, culturas, religiones, clases sociales, toda la diversidad humana está más cerca, y estamos todos más interconectados. Pero también hay mucho miedo que cierra las puertas de la casa y los saludos. Hay mucha indiferencia. Mientras podemos hablar por teléfono con un amigo que está trabajando a miles de kilómetros de distancia, podemos pasar como sombras sin nombre ni domicilio al lado de nuestros vecinos. Mucha gente vive soledades profundas rodeada del ruido de muchedumbres que caminan rápido como un río desbordado e insensible. El peligro de esta nueva cultura es el individualismo, que se centra en sus propios intereses.