La palabra misericordia “viene de miserere: compadecerse por un infeliz (miser, desdichado, miserable), y de cor: tener corazón por los aplastados por la vida. Y significa abrirse a sus necesidades desde las mismas entrañas”. Nuestro mundo presenta múltiples heridas, que hay que curar, como dice el papa Francisco, “como en un hospital de campaña”.
Un buen ejemplo nos lo ofreció él mismo el 18 de enero de 2015 en su viaje a Filipinas. Una niña de 12 años, Glizelle, que vivió en la calle y sufrió explotación, le dirigió entre sollozos esta tremenda pregunta, en nombre de los niños y mujeres marginados: “¿Por qué Dios permitió todo esto, si los niños no somos culpables? ¿Por qué tan poca gente nos ayuda?” Recomendamos mejor ver la impactante escena de las palabras de la niña, el abrazo con el Papa y la respuesta de éste. Esas imágenes son la misericordia en acción.
El Papa apartó el discurso que llevaba preparado e improvisó esta respuesta:
“Sólo cuando somos capaces de llorar ante tu pregunta –“¿por qué sufren los niños?”– podemos entender algo.Existe una compasión mundana, que no nos sirve para nada. Una compasión que a lo más nos lleva a meter la mano en el bolsillo y dar una moneda. Si Cristo hubiera tenido esa compasión hubiera pasado, curado a tres o cuatro, y se hubiera vuelto al Padre. Solamente cuando Cristo fue capaz de llorar, entendió nuestros dramas. Al mundo de hoy le falta llorar. Lloran los marginados o los dejados de lado. Pero los que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar. Ciertas realidades de la vida solo se ven con los ojos limpiados por las lágrimas. Yo, ¿aprendí a llorar cuando veo un niño con hambre, un niño drogado en la calle, un niño que no tiene casa, un niño abusado o usado por la sociedad como esclavo? ¿O mi llanto es un llanto caprichoso del que llora porque le gustaría tener algo más? Los invito a preguntarse: ¿Yo aprendí a llorar? Aprendamos a llorar, como ella [señala a la niña] nos enseñó hoy, la gran pregunta la hizo llorando. Y la gran respuesta que podemos dar nosotros es aprender a llorar. Jesús lloró por el amigo muerto, lloró en su corazón por la familia que perdió a su hija, cuando vio a esa madre viuda que llevaba a enterrar a su hijo, y cuando vio a la multitud como ovejas sin pastor. Si no aprendes a llorar, no eres un buen cristiano. Que nuestra respuesta sea el silencio o la palabra que nace de las lágrimas. Sean valientes y no tengan miedo a llorar”.
Papa Francisco
Y aquí podríamos cerrar tranquilamente nuestro artículo, pues lo importante está dicho. Intentaremos que lo que sigue no haga olvidar eso verdaderamente importante: aprender a llorar (y, desde ahí, actuar) ante las heridas de tantas personas aplastadas y machacadas.
La pastoral juvenil, como toda pastoral eclesial, debe estar hoy llena de ese principio que formuló con acierto Jon Sobrino hace unos años. Él dice que la misericordia debe ser un principio constante de nuestra actuación, y no meras obras puntuales. De ahí la fórmula “el principio misericordia”.
Para Jesús, lo primero y último era la misericordia, no la libertad subjetiva como fin en sí misma: “El ejercicio de la misericordia da la medida de la libertad, tan proclamada como ideal del ser humano en el mundo occidental. Por ser misericordioso, no por ser un liberal, Jesús transgredió las leyes de su tiempo y curó en sábado. Jesús comprendió la libertad desde la misericordia, y no a la inversa. La libertad significó para él, primariamente, que nada se podría convertir en obstáculo para el ejercicio de la misericordia”.
El amor y la justicia deben ser el centro de la ética cristiana, por encima de la libertad individual absolutizada. Dietrich Bonhoeffer decía que “amar al hermano sería un precepto equívoco; amar al enemigo deja completamente claro lo que Jesús quiere”. En definitiva, no podernos olvidar que “la quintaesencia de la ética de Jesús es el amor”, y la misericordia y compasión son su lenguaje prioritario.
Es bien conocido que la puesta en marcha de acciones sociales en favor de los necesitados y los voluntariados sociales van siendo una gran realidad y el mejor fruto de una pastoral juvenil de la misericordia.
Con todo, no está de más formular algunas advertencias que describía magistralmente el papa Francisco en su visita al Centro Astalli de Roma para la asistencia a los refugiados, promovido por los Jesuitas. Francisco decía que acercarse misericordiosamente a los pobres supone servirlos, acompañarlos y defenderlos:
“Servir. ¿Qué significa? Servir significa acoger a la persona que llega, con atención; significa inclinarse hacia quien tiene necesidad y tenderle la mano, sin cálculos, sin temor, con ternura y comprensión, como Jesús se inclinó a lavar los pies a los apóstoles. Servir significa trabajar al lado de los más necesitados, establecer con ellos ante todo relaciones humanas, de cercanía, vínculos de solidaridad… Servir significa reconocer y acoger las peticiones de justicia, de esperanza, y buscar juntos los caminos, los itinerarios concretos de liberación…
La sola acogida no basta. No basta con dar un bocadillo si no se acompaña de la posibilidad de aprender a caminar con las propias piernas. La caridad que deja al pobre así como es, no es suficiente. La misericordia verdadera, la que Dios nos dona y nos enseña, pide la justicia, pide que el pobre encuentre el camino para ya no ser tal. Pide —y lo pide a nosotros, Iglesia; a nosotros, ciudad de Roma, a las instituciones—, pide que nadie deba tener ya necesidad de un comedor, de un alojamiento de emergencia, de un servicio de asistencia legal para ver reconocido el propio derecho a vivir y a trabajar, a ser plenamente persona…
Servir, acompañar, quiere decir también defender, quiere decir ponerse de lado de quien es más débil. Cuántas veces alzamos la voz para defender nuestros derechos, pero cuántas veces somos indiferentes hacia los derechos de los demás. Cuántas veces no sabemos o no queremos dar voz a la voz de quien ha sufrido y sufre, de quien ha visto pisotear sus propios derechos, de quien ha vivido tanta violencia que ha sofocado incluso el deseo de tener justicia”.
Don Bosco pasa a la historia como un apóstol de la confesión frecuente. La misericordia de Dios produce alegría en el corazón del joven. Don Bosco quiere en sus jóvenes una alegría que sale de dentro, no ficticia. La misericordia de Dios es el gran motor con el que Don Bosco aviva su “obsesión”, heredada de Francisco de Sales, de que la santidad es posible y es para todos, también para los jóvenes.
Don Bosco cultiva a través de la penitencia una escuela de santidad que acentúa sobre todo el misterio de la gracia en el bautizado. Hoy no habría que contentarse solo con acompañar al joven en el proceso de crecimiento y maduración integral. O, de otra manera, el acompañamiento debería llegar a situar al joven y a toda persona ante el reconocimiento del don de Dios, de su oferta de misericordia. El acompañamiento de Don Bosco es una presencia que está ahí, hace protagonista al sujeto de su propia vida y de su propio camino.
Todo se realiza en un ambiente de familia, de confianza, de acogida incondicional del otro esté como esté, sea como sea. Nadie hace la vida al otro. Pero sí está a su lado para que la haga en toda su plenitud. Y esto es lo que le lleva a Don Bosco a situar a sus jóvenes ante el Dios que ofrece su amor. Don Bosco, con su presencia, señala horizontes, ayuda a descubrir el camino que podemos recorrer.