No estamos solos sobre esta tierra en la que somos invitados a ser creadores. Nos encontramos con los otros, con los diferentes a mí, que de alguna manera van a alterar mi existencia. Nunca como ahora hemos tenido delante de los ojos las diferencias del planeta. Etnias, culturas, religiones, clases sociales, toda la diversidad humana está más cerca, y estamos todos más interconectados. Pero también hay mucho miedo que cierra las puertas de la casa y los saludos. Hay mucha indiferencia. Mientras podemos hablar por teléfono con un amigo que está trabajando a miles de kilómetros de distancia, podemos pasar como sombras sin nombre ni domicilio al lado de nuestros vecinos. Mucha gente vive soledades profundas rodeada del ruido de muchedumbres que caminan rápido como un río desbordado e insensible. El peligro de esta nueva cultura es el individualismo, que se centra en sus propios intereses.
No podemos ser nosotros mismos sin el otro. El otro es un tú, una persona. El yo y el tú se refieren el uno al otro sin remedio. Cuando no considero al otro como un tú, lo reduzco a cosa que se puede ignorar, utilizar, matar. Sólo en el otro puedo encontrar dimensiones fundamentales que necesito para existir, y algo crece en mí que espera que el otro llegue a recogerlo. El abrazo no está hecho para cerrarse sobre sí mismo.
El otro puede presentarse como un don que me complementa, desde su belleza, bondad, inteligencia, fortaleza. Entonces es fácil abrirle el rostro y la puerta cuando se acerca. Por otro lado, en alguna parte acaban nuestras cualidades, nuestras destrezas, y tocamos el límite donde nos duele la vida. Entonces no hay más remedio que buscar al otro que me complementa.
“Busca a Aarón”, le dice Dios a Moisés en el Éxodo cuando le expresa su dificultad de hablar para aceptar la misión (Ex 3,14). Pero aquí es fundamental la gratuidad en el encuentro, y no organizarlo como una estrategia sutil de inversión bien calculada.
El otro puede acercarse como una diferencia que desinstala mis juicios y mis posturas vitales más o menos acomodadas, y me pone en camino hacia una nueva síntesis interior. Personas de otra religión, de otra cultura, de otra raza, pueden desarmar mis construcciones de control y hacerme crecer de manera insospechada. El ignorante, el que va de camino en la ruta de Emaús y no sabe lo que ha sucedido, puede ser el que nos explique el sentido de las escrituras (Lc 24,18). Es Jesús que va de camino, ue pasa y me invita a salir hacia nuevas comprensiones de la vida.
El otro puede ser una pobreza que me desapropia de mis balances calculados, de mi generosidad medida. Los pobres aparecen hoy por todas partes. Surgen en los países pobres, pero también en los más ricos. Jesús se identificó con los últimos de este mundo (Mc 9,36-37). Todo lo que hacemos a uno de los más pequeños, a uno de los que carecen de lo más elemental, se lo hacemos a Jesús (Mt 25,40).
El otro puede ser un ser amenazante, un Caín que lleva la sangre de su hermano en las manos. Puede ser un hombre poderoso o puede ser un pobre. Pero todo asesino lleva la marca que Dios puso sobre el rostro de Caín para que nadie lo matase (Gn 4,9). No basta con no quitarle la vida. En el seguimiento de Jesús todo otro es siempre un hijo de Dios al que hay que amar como el Padre que hace salir el sol y la lluvia sobre justos y pecadores (Mt 5,44-45). Desde este amor al enemigo, puede brotar una creatividad sin límites para crecer en la convivencia humana. Sin amor al enemigo, giraremos siempre en círculo en torno a los mismos conflictos, sin poder superar las dolorosas confrontaciones históricas.
Dios, el completamente Otro, es la comunión en la que podemos avanzar siempre. Pero también puede ser la diferencia, el desencuentro que me lleva a crecer sin límites. Este Dios se nos ha hecho otro en Jesús. También él necesitó de los demás para ser él mismo y para llevar adelante su misión, y no sólo de los cercanos que lo cuidaron y le dieron la mano desde niño, sino de toda la historia que le precedió y que elaboró la cultura en la que él se encarnó y nos trasmitió sus enseñanzas.
Dios nos salva “incluyéndose” entre nosotros al tomar “la condición de esclavo haciéndose uno de tantos” (Filip 2,7), mientras que los fariseos de todos los tiempos pretenden salvarse “excluyendo” a los que consideran pecadores o peligrosos. “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. No amar es quedarse en la muerte” (1 Jn 3,14)