“Yo por vosotros trabajo, por vosotros estudio, por vosotros estaría dispuesto a dar la vida”, “Trabajo, trabajo, trabajo”, “Descansaremos en el paraíso”, “La Santidad consiste en estar siempre alegre”.
Estas frases las hemos escuchamos muchas veces, son palabras que fueron dichas, textual o de modo casi literal, por Don Bosco. Son mensajes que han nutrido históricamente nuestras pastorales. Les han dado sentido y horizonte. Han servido para interpretar a Don Bosco y percibir lo “salesiano”, la “salesianidad” de una manera particular.
¿Cuál es el problema entonces? A simple vista ninguno; las frases, que parecen funcionar como pseudo-jaculatorias, sirven para recordar rápidamente las claves de lo que se intenta vivir y alcanzar. Son simplificaciones de conceptos que en pocas palabras expresan un mundo. Aunque a veces pueden vivirse con mayor o menor coherencia, siempre son utilizadas para seguir teniendo sintonía con el carisma fundante. Y eso no fastidia; excepto que nos quedemos en reducciones y no las complejicemos para enfrentar los desafíos de este tiempo.
Muchas de esas frases no sólo serían vueltas a decir sino que, además, continuarían teniendo enorme relevancia pastoral. Lo que también es seguro es que Don Bosco no las diría con la intención de cerrar debates y generar estereotipos escindidos de matices y carentes de eficacia.
No, no negamos que Don Bosco haya sido alguien sumamente activo y comprometido hasta sus más profundas entrañas en un activismo pastoral que favorecía todo por y para los jóvenes. No negamos que Juan Bosco fue criado desde pequeño en una lógica de trabajo propia del ambiente rural piamontés en el que nació. Educado en los valores del esfuerzo y del sacrificio que su madre, Margarita Occhiena, fue cimentando en él. Ya como sacerdote, nunca dudó: en el encuentro con quienes serían sus destinatarios privilegiados supo que sólo en una entrega absoluta podría obtener los resultados pastorales que tanto anhelaba. Por eso su propósito fue claro desde el principio: “Os debo la vida. De ahora en adelante, todas mis fuerzas serán para mis queridos jóvenes”. (M.O.)
Y es esta pedagogía, la del trabajo, la que ha perdurado históricamente en la congregación. El sentido del deber y del trabajo fue radicalizado al extremo olvidando el justo y sano equilibrio del binomio salesiano “Trabajo y Oración”.
Esta dimensión fundante del carisma, un ardor apostólico que replica en la acción inmediata, no carece de virtudes. Por el contrario, es útil y necesaria. El problema es que, en esta praxis, se ha ido desdibujando lo fundamental del centro y el motor: la comunión interior que Don Bosco tenía con Dios.
Alberto Caviglia afirmó que más del noventa por ciento de las conferencias que Don Bosco dio a sus hermanos eran para tratar temas en relación al trabajo, templanza y pobreza. También, se hizo saber por todos los vientos, que era lo que profundamente alegraba al fundador: “Cuando voy por las casas y advierto que hay mucho trabajo, vivo tranquilo”.
Así mismo, cuando se le recriminaba que su método impedía que los seminaristas se formen en una vida ascética y de recogimiento, Don Bosco con enorme convencimiento, afirmaba: “La experiencia de treinta y tres años nos enseña que estas asiduas ocupaciones son un baluarte inexpugnable de la moralidad. Y he observado que los más ocupados (…) gozan de buena salud, se conservan más virtuosos y, llegados al sacerdocio, logran copiosos frutos en el sagrado ministerio”.
Toda esta valoración que Juan Bosco hacía del trabajo fue reforzada por los primeros salesianos y otras personalidades de la época al subrayar la actividad constante y amplia de su vida. Dice Pío XI: “Una vida de trabajo colosal que daba agobio con sólo verla”. Incluso, en el proceso de canonización, Monseñor Bertagna señaló “que pasó la mitad de las noches trabajando: le he sentido decir muchas veces que, cuando estaba más sano, se pasaba en muchas ocasiones hasta dos noches sobre el escritorio escribiendo. A pesar de ello, por la mañana ya se encontraba en la sacristía para celebrar la misa y confesar durante varias horas”.
En definitiva, este matiz que se resaltó siempre en Don Bosco, fue en detrimento de su otra gran dimensión, la espiritual, llevando así a una imitación por parte de sus hermanos que se resumió en un activismo entusiasta y excesivo. Este peligro nunca pasó desapercibido por los superiores y formadores de la congregación. Estos intentaron, sucesivamente, reinterpretar la vida de oración de Juan y su estrecha relación con Dios: “He aquí por qué debemos cultivar cuidadosamente nuestra vida espiritual, tanto personal como comunitariamente. Sin duda será necesario superar una concepción de la vida espiritual de índole intimista, extraña o marginal según el pensamiento del mundo; pero al mismo tiempo tendremos que potenciar la experiencia de la oración (…) para poder ser signos proféticos frente a los valores actuales que este mundo canoniza, y ser testigos irrefutables del Dios del Amor”.
No. Y esto es fundamental saberlo. No sólo para comprender mejor su figura y captar la profundidad de sus acciones, sino también para dar un paso más y pensarnos de un modo distinto como cristianos, salesianos y educadores. Desde pequeño Juan estuvo atravesado por un ambiente marcado por la religiosidad sencilla y concreta propia de la cultura rural piamontesa.
Así era como entonces, cuando labraba la tierra o daba de comer a los animales, todo se detenía cuando las campanas de la Iglesia señalaban que era la hora del rezo. Mirar al cielo, agradeciendo el fruto de la tierra e implorando la protección de Dios, era parte de lo natural y cotidiano para Juan. Margarita Occhiena fue su primer catequista y quien le enseñaría no sólo a rezar, sino también la importancia de hacer crecer un vínculo asiduo con Dios a través de la oración. La oración cotidiana y la misa dominical fueron el marco en el que iba formando su temple y definiendo sus opciones. Juan siempre tendrá presente, y lo trasmitirá con su testimonio, cómo Margarita hizo de la familia una pequeña comunidad cristiana en donde la oración y la Palabra de Dios eran el verdadero alimento.
Luego, en el Seminario de Chieri, a pesar de una formación jansenista
Otro elemento clave en la vida de nuestro fundador tiene relación con su constante participación en experiencias de ejercicios espirituales. La mayoría de ellos, ignacianos. Las normas pontificias de las Iglesias locales hicieron obligatorios los mismos. Por tal motivo, Don Bosco terminó siendo un asiduo participante, realizando retiros mensuales. Por ejemplo, siempre recordaba de su etapa del seminario, el impacto que generaron en su persona los ejercicios que solía predicar el teólogo Borel.
Ya estando en la Residencia Eclesiástica (1841- 1844), Don Cafasso, lo llevará para que predique retiros a laicos y para que él mismo realice los que ofrecía el clero. Y es este dato, no conocido popularmente, pero clave en la formación sacerdotal y pastoral de Don Bosco: durante 32 años, de manera ininterrumpida, realizó ejercicios espirituales. Los hizo solo o con los mismos muchachos. Y como hombre que descubre y confirma las resonancias positivas que tendrá en sí mismo este espacio de intimidad y silencio con Dios, intuye que también será bueno para sus hijos. Por eso, a partir de 1847, promoverá los ejercicios en su Oratorio considerándolos fundamentales para la formación de una identidad cristiana sincera.
Finalmente, Don Bosco tenía en su ajetreada vida diaria, espacios concretos de oración personal, ya sea en su habitación o frente al sagrario. Y esto es coherente con el propósito que se puso cuando hace la vestición sacerdotal: “Además de las prácticas ordinarias de piedad, no dejaré de hacer todos los días un poco de meditación de lectura espiritual”.
A decir de los propios salesianos, Don Bosco no era alguien que viviese con los pies lejos de la tierra. Era concreto y por eso no propondría formatos místicos para sus muchachos ni para el mismo. Lo que sí hará siempre es hincapié en la sustancia de esa oración, donde el centro era ofrecerse espacios personales, comunitarios, sistemáticos y cotidianos que hicieran de todos sus salesianos hermanos que crecían en su capacidad para escuchar a Dios.
Don Bosco fue un hombre de acción, eso no es ninguna mitomanía. Lo que sí es verdad, lo que no hay que olvidar, es que esa actividad constante tenía sentido porque era discernida en la intimidad de su corazón, en el patio más relevante, ya que allí se encontraba unido a Dios.
Don Bosco no fue un santo intimista, pero sí fue quien gestó una intimidad que hizo posible que su entrega fuese eficaz pero sin que careciera de sentido. Lo que hacía no era por él, era por Dios…
Su experiencia espiritual, vivida con seriedad y propuesta con convicción, era la fuente del dinamismo y la fecundidad. Eso es lo que no hay que olvidar y que la falsa creencia olvida. Y en definitiva, es lo que está conllevando que nuestra experiencia religiosa, la personal y la que le ofrecemos a nuestros jóvenes, esté siendo frágil y vacía. Nos hemos vuelto, tal vez, accionantes o activistas sin contemplación. Optamos por Cristo, pero le conocemos muy poco...
Sin embargo, esto no debe ser un derrotero sino un desafío. Es la posibilidad que tenemos como salesianos de trabajar por una profunda renovación espiritual. En dicha renovación, la mirada estará puesta en conocer y dejarnos interpelar por la vida de oración de nuestro fundador. Obviamente, sin apelar a imitaciones, ya que cada tiempo, espacio y persona tienen sus modos específicos para hablar con Dios. Sin embargo, no debe haber excusas: no desplegar este diálogo es alejarnos del sentido más hondo de nuestro carisma salesiano: Ser contemplativos en la acción… contemplando.