Los pobres son los preferidos de Dios, los privilegiados al momento de recibir la salvación. Aquí surge la eterna discusión sobre quiénes son los pobres…
Podemos decir con seguridad que la pobreza de la que se habla no es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, por más que los más perjudicados de este mundo son los predilectos de Jesús.
Pero la pobreza tampoco es una actitud puramente espiritual. Jesús predicó e hizo una opción radical por la renuncia a los bienes materiales que son accesorios y llenan el alma de codicia. Jesús te invita a “tener como si no se tuviera” (1 Cor 7, 29 ss)
Hay mucha gente que a lo largo de la historia ha hecho opciones radicales al estilo de Jesús de despojarse de la ambición de poseer. Es gente que ha hecho esa opción como manera de asumir el sufrimiento del pobre y hacerlo suyo para poder rescatarlo de la pobreza que deshumaniza.
Por otro lado, a muchos la pobreza los inmoviliza, no les permite crecer y se ven sin esperanzas de cambio. Mirando aquéllos testigos de la pobreza, nos damos cuenta que su opción de profunda libertad interior es también una opción de amor y servicio, de crear conciencia de que la pobreza, si bien no salva, se puede vivir con dignidad y humanizándose en y gracias a ella.
Al pobre se le ama liberándole de su miseria y al rico se le ama forzándole a reconocer en qué peligro le pone su riqueza.
¿A qué suena la palabra manso…?
No resulta fácil exaltar la mansedumbre en una civilización que idolatra la violencia y la convierte en la medida de la verdadera grandeza y el auténtico poder. “El mundo es de los valientes y arriesgados”, es un slogan habitual que escuchamos, y en cierto modo lo vivimos, cotidianamente. Y parece quedar excluida totalmente la mansedumbre, la sencillez y la humildad.
¿Y Cristo se atreve a llamar felices precisamente a los mansos?
En el evangelio sólo dos veces aparece la palabra manso, aparte de la bienaventuranza. Y las dos veces se refiere a Cristo. El es el rey pacífico que, lleno de mansedumbre, entra en Jerusalén sobre un burrito (Mt 21, 4-5). Y será el mismo Jesús quien diga a sus discípulos: Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrarán descanso para sus almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11, 29-30). Frente a la dureza de los fariseos, Jesús se define como dulzura, alivio, refugio, descanso de las almas.
Pero sería equivocado reducir la mansedumbre a la suavidad. Cristo era suave, pero no solo eso. Era también fuerte. En Jesús se unen fortaleza y mansedumbre. Como en toda mansedumbre auténtica. Tendríamos que decir que un manso es quien muestra con suavidad su fortaleza interior.
Y a estos mansos promete Jesús que poseerán la tierra. ¿Qué significará esto?
A partir de la enseñanza bíblica acerca del pueblo de Israel, se ve una relación bastante cercana entre “humildad” y promesa de una tierra: los conquistadores van y vienen. Quedan los sencillos, los humildes, los que cultivan la tierra y continúan la cosecha entre penas y alegrías. Los mansos son los estables, los que siempre están y estarán. Los conquistadores son los que reciben las glorias, los que hacen historia. A los mansos nadie los recuerda con honores, y sin embargo permanecen.
Permanencia, paciencia, serenidad, humildad al asumir las tareas… Son actitudes concretas de la bienaventuranza. ¿Hay consecuencias concretas para tí?
¿A qué debo renunciar para ir dando lugar a la mansedumbre en mi vida?
¿Qué cosas, situaciones, relaciones, siento que estoy cultivando que exijan mansedumbre (sencillez – paciencia – mansedumbre)?
En la Biblia la palabra misericordia es mucho más que una virtud, es una de las ideas centrales, casi una definición de Dios. La misericordia es hija de Dios, un fruto que nace sólo de Él. Toda la obra de Dios, creación, redención, se define en clave de misericordia. Por decirlo de algún modo, el nombre del amor de Dios es misericordia.
Misericordia – amor de Dios – es absoluta gratuidad… ¿Para qué necesitaba Dios crear al ser humano?
Cuando Jesús hace el elogio de los misericordiosos, está elogiando la capacidad de transparentar el amor de Dios que reciben al prójimo. Ellos se saben amados por Dios y quieren que sus hermanos también lo experimenten; y por eso se hacen portadores de la misericordia.
Jesús invita a vivir la Bondad con valentía. Dicho de un modo “salesiano”, a demostrar el amor que se experimenta. Un buen ejemplo es la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 25 -37). El no se pregunta por los prejuicios o hasta dónde llega su obligación de amor; se le “rompe el corazón” y actúa como lo haría Dios con él.
¿Es bueno estar afligidos y llamar bienaventuranza a la aflicción? ¿Es que el llorar será bienaventuranza y toda alegría maldita? ¿Sólo entre lágrimas podrá caminar el hombre hacia Dios? Evidentemente no se trata de cualquier tipo de lágrimas…
Hay dos tipos de aflicción: una, que ha perdido la esperanza, que ya no confía en el amor y la verdad, y por ello abate y destruye al hombre por dentro; pero también existe la tristeza causada por la conmoción ante la verdad y que lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal. Esta tristeza regenera, porque enseña a los hombres a esperar y amar de nuevo. Un ejemplo de la primera aflicción es Judas, quien profundamente apenado por su traición pierde la esperanza y lleno de desesperación se ahorca. Un ejemplo del segundo tipo de aflicción es Pedro que, conmovido ante la mirada de Jesús, se larga a llorar en un llanto salvador: las lágrimas labran la tierra de su alma. Comienza de nuevo y se transforma en un hombre nuevo.
La tristeza por las cosas mal hechas, el inconformismo con el mal o el llanto por las maldades que se cometen es lo que alaba Jesús en esta bienaventuranza. En un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de confabulaciones para el mal, encontramos gente alabada por el Señor que se mantienen fieles al bien; no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del condenado (por ejemplo, María, las mujeres y Juan al pie de la cruz), y con su amor compartido se ponen del lado de Dios.
Quien no endurece su corazón ante el dolor, ante la necesidad de los demás, quien no abre su alma al mal, sino que sufre bajo su opresión, ése abre la ventana al mundo de para en par para que entre la luz de Jesucristo.
La persecución es el signo de los elegidos, la cruz es el de los cristianos. Porque el estar cada vez más próximo a Dios se paga con la hostilidad de quienes nos rodean.
Fijémosnos en los profetas… Ellos aceptaban esa vocación a regañadientes (Jer 1, 1 – 9; Jonás 1, 1 – 3; Is 6, 1 – 7) porque sabían que era terrible si querían vivir en forma tranquila. Un falso profeta puede recibir aplausos, uno verdadero sólo insultos. Los falsos profetas decían lo que los oídos de sus oyentes estaban deseando escuchar. Y eran aplaudidos por ello. Pero su palabra no iba más allá de los aplausos. Los verdaderos profetas decían lo que los hombres necesitaban oír, hablaban contra corriente de los deseos comunes. Y morían perseguidos o apedreados.
Sufrir por ser cristiano tiene una gran dosis de normalidad. El mundo no soporta el fuego de Jesucristo, porque ilumina, pero también quema. El cristiano sólo puede vivir en relación tensa con la realidad que lo rodea.
Si son ultrajados por el nombre de Cristo, son dichosos, pues el Espíritu de gloria y de Dios reposa sobre ustedes. Que de ninguna manera sufra alguno de ustedes como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entrometido. Pero si alguno sufre como cristiano, que no se avergüence, sino que como tal glorifique a Dios. (1 Pe 4, 14 – 16)