Aunque nos cueste tenemos que saber esperar nuestros tiempos.
Hace unos años alguien contó:
Debo haber tenido unos 10 años, y mi padre unos 45 aproximadamente.
En aquella época recuerdo que compró un terreno en las afueras de la ciudad donde vivíamos porque le gustaba mucho sembrar la tierra. Había muchas verduras plantadas pero lo que a mí me llamaba más la atención era dos hileras de ajos.
Demoraban tanto en crecer que ya me estaba poniendo algo nervioso, a lo que mi padre me decía: todo a su tiempo, todo a su tiempo.
Por recuerdo una tarde a la hora de la siesta fui hasta ese lugar y con gran asombro vi que del lugar donde estaban plantados los ajos asomaban unas hojas verdes.
Decidí descubrir estas hojas para que crecieran más rápido y con muchas ansias fui a esperar en casa a que papá despertara de su siesta y viera la “Maravillosa obra” que había hecho.
Pero ese día no fuimos y al otro tampoco, recién al tercer día, fuimos a ver la huerta, como podrán imaginar mi corazón latía muy acelerado porque estaba seguro que lo que había hecho le gustaría mucho a mi papá.
Ni bien entramos, pude ver la cara de angustia y desolación de mi padre, e inmediatamente seguido a ello escuché esta pregunta: ¿Vos hiciste esto?, a lo que contesté con vos temblorosa: “Sí papá”. Prefiero dejar al lector que imagine todo lo que vino después. Solo les digo que mi padre me hizo bajar a la realidad en un instante y entender que todo tiene su tiempo, que no hay que apurar los procesos y más adelante y ya mayor descubrí que esa experiencia me sirvió para saber que hay que proyectarse hacia el futuro, que todo lleva un proceso, que no se es persona de la noche a la mañana, que hay que planificar y prever algunas cosas, evaluar, respetar y cumplir etapas no pasarlas por alto.