Las palabras pícaro y picarón, pueden tener, en el uso corriente, un significado peyorativo. En este sentido, la Gazzeta opemia, en un venenoso artículo del 15 de octubre de 1887, con el título: Pícaro Don Bosco, lo presentaba como un sacerdote «intrigante», «astuto», «taimado», capaz de trastornarlo todo en provecho propio.
Pero también existe la connotación positiva. La picardía «puede ser, en efecto, expresión de inteligente sentido común, de prudencia perspicaz para aprovechar santa y saludablemente las situaciones» (E. Viganó).
Pícaro es, por lo tanto, el hombre previsor, avisado, precavido, sagaz, que sabe salir de apuros en las dificultades jugando con inteligencia; el hombre que no se deja engañar y sabe alcanzar los propios fines utilizando medios honestos, incluso imprevisibles. ¿No alabó, acaso, Jesús al administrador por su astucia para garantizar su supervivencia? (Lc 16, 1-8).
Pícaro es, por lo tanto, el hombre previsor, avisado, precavido, sagaz, que sabe salir de apuros en las dificultades jugando con inteligencia; el hombre que no se deja engañar y sabe alcanzar los propios fines utilizando medios honestos, incluso imprevisibles. ¿No alabó, acaso, Jesús al administrador por su astucia para garantizar su supervivencia? (Lc 16, 1-8).
Es en esta óptica en la que debemos mirar la «picardía» de Don Bosco, sin olvidar que, en el caso de un santo, se trata del don de la «ciencia», cuya propiedad es la de perfeccionar, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, la virtud de la fe, la cual conduce a juzgar rectamente sobre las cosas creadas, en sus relaciones con Dios, aunque de una manera superior a la del común de los cristianos.
La fama de sacerdote santamente pícaro, Don Bosco la tuvo prácticamente siempre. «Muchas veces —escribe J.B. Lemoyne— hemos oído decir a personas extrañas, además de las que le conocían de cerca: ‘Es verdaderamente singular: este hombre lo adivina todo. ¡Qué picaron!». Siempre existió en él la vieja picardía del prestidigitador que encantaba a su pequeño público; algo de la refinada sabiduría campesina, que sabe defender tan bien los propios intereses.
Le gustaba el proverbio piamontés: «fé ‘l bonom sensa eslo: hacerse el bonachón sin serlo». ¿Sabes – le aclaraba un día a un sacerdote suyo— qué significa ser pícaro? ¡Saber hacerse el bonachón! Así hago yo: dejo que digan todo, escucho, estoy muy atento a las palabras; pero después, para decidir; lo tengo todo en cuenta y así llego a conocer perfectamente todo».
Para liberar el bien que existe en el corazón de todo hombre, nota su primer biógrafo, sabía aliarse, con medios honestos, con el mismo amor propio de sus interlocutores. Teniendo que tratar con personas que le eran hostiles, mal dispuestas, cuando «se daba cuenta de que razo-nes de conveniencia, de caridad o de deber nada iban a logran él, con su arte delicadísima y sin sombra de adulación o de mentira, se aliaba con el amor propio de tales personas y sabía tocar de tal modo esta cuerda, que le hacía dar la nota que él tenía en su mente. Una palabra de elogio, un recuerdo honorable, un acto o una frase de estima, de confianza, de respeto, hacía desaparecer, la mayor parte de las veces, toda dificultad o aversión».
El mismo comportamiento usaba con los suyos, abundando siempre en la alabanza, con los bienhechores y con todos. Cuando atribuye a la madre la edad de la hija, o cuando alaba a la sirvienta avara de un párroco amigo suyo, sabe que hace cumplidos agradables, de los que no se deriva más que el bien y esto es lo que el quiere.
Santamente pícaro, Don Bosco no era hombre que se dejara engañar o al que pudieran con-tar cuentos o hacer trampas. Cuando en 1884 se celebra en Turín la Exposición Nacional de Industria, Don Bosco participa en grande con la mejor máqui-na que existía entonces en el mercado, la «reina de las maquinas», como fue inmediatamente bautizada. Los visitantes pod-ían asistir a la transformación de los trapos en papel, del papel a la impresión, de la impresión a la encuadernación del libro. Todos, expertos y visitantes, consideraban a Don Bosco mere-cedor del primer premio.
La comisión, anticlerical y masónica, le asignó solo la medalla de plata. El Santo la rechazo con dignidad y firmeza: también hizo callar a la prensa. En su carta de protesta declaraba en-tre otras cosas: «Me basta haber podido concurrir con mi obra a la grandiosa muestra del in-genio y de la industria italiana y de haber demostrado con los hechos la premura con que, en el curso de cuarenta años, he trabajado para promover, junto con el bienestar moral y mate-rial de la juventud pobre y abandonada, el verdadero progreso de las ciencias y de las artes».
Cuando están en juego intereses superiores, Don Bosco se revela no solo hábil diplomático, sino también luchador audaz: «En lo que se refiere al bien (como sus instituciones) de la juven-tud en peligro o sirve para ganar almas para Dios, yo me lanzo hasta con temeridad». Al sa-cerdote Rho, compañero suyo, hermano del inspector de los estudios y su aliado en el intento de que se cerrasen las escuelas de Valdocco por falta de docentes titulados, escribe con un lenguaje insólitamente duro, casi hiriente: «Teólogo Rho (sic) (…). Tú apelas a la ley que es superior a todo y a todos. Yo diría que la justicia debe regular todas las leyes… Tú añades que desde hace tres años el Sr. Inspector insiste en que yo me ajuste a la ley. Yo contesté que to-dos los inspectores, todos los ministros de Instrucción Publica siempre han alabado, aprobado, ayudado y subsidiado este Instituto durante más de treinta años. Tenía que aparecer un ami-go, un compañero de escuela, para proponer el cierre, y proponer la clausura cuando con no pequeñas molestias yo me había puesto en toda regla ante la ley».
Don Bosco fue acusado de picardía desenfadada, de manejos fraudulentos y de otras cosas; no solo por la prensa —cierta prensa— que le era hostil, sino también por personas bien in-tencionadas, que no eran capaces de comprender la altura de sus sentimientos y la rectitud de intenci6n con que él obraba, únicamente movido por el deseo de la gloria de Dios y de la sal-vaci6n de las almas. Quien no lo conocía a fondo, viendo solamente sus gestos más audaces y el exponerse con desenvoltura frente a la opinión publica, podía juzgarlo como un sacerdote temerario y hasta exhibicionista. Un ejemplo lo pueden ofrecer las loterías públicas —no las internas que montaba con finalidades educativas— que organizaba movido por necesidades extremas: sus cuentas, en efecto, estaban siempre en números rojos.
La del año 1861 no podía suceder en un momento más desfavorable: las relaciones entre Es-tado e Iglesia estaban tensas al máximo; su misma casa había sido objeto de dos registros mi-nuciosos (1860-1861); ¡pero había tantas bocas que saciar, tantos vencimientos improrroga-bles! Se remangó los brazos y puso manos a la obra. Movilizó media Italia, por no decir toda: el Alcalde de Turín, el marqués Rorengo Rora, al que adjudicó la presidencia; los Prefectos de las Provincias anejas; los Alcaldes del Piamonte; los miembros de la Casa Real. Se interesó también a Pío IX, a numerosos Obispos, a muchísimo clero, a seglares pudientes y amigos.
Los billetes se distribuyeron, a millares, a quien los quería y a quien no los quería. Al barón Feliciano Ricci de Ferres, después de un primer bloc, le mandó otro, que fue devuelto; pero Don Bosco no cedió, como se desprende de esta simpática cartita: «La Señora Baronesa nos ha devuelto los billetes. Piénselo bien: porque si me encontrara en necesidad absoluta, recu-rriré igualmente a su caridad y usted, en su bondad, no sabrá negarse. Así Usted mandará luego dinero sin que yo le pueda dar billetes de lotería».
Fue un trabajo colosal, recuerda el biógrafo, hecho en gran parte a pluma por Don Bosco y sus colaboradores: «Proporciones colosales había alcanzado el trabajo de mandar cartas y bi-lletes de lotería a toda clase de personas, no solo en Turín, sino también en las provincias». Esta ciertamente en juego el talento del santo como buen gestor, pero también su aguda pre-visión, su modo sagaz y original de resolver «en tiempos tristísimos» una actividad de signo claramente religioso, aunque en nada contraria al clima patriótico del tiempo. En efecto, todos veían que las sumas recogidas eran para el bien de los jóvenes y de las clases más pobres; to-dos podían darse cuenta de que los sacerdotes, trabajando sin descanso, no estaban ociosos ni eran reaccionarios, como algunos pensaban.
A los políticos, creyentes y no creyentes, a los filántropos contrarios a la Iglesia, a todos en una palabra, el Santo con sus loterías y sus constantes peticiones de ayuda, ofrecía un «modo —como fue bien escrito— de hacer el bien, por así decir, galante», esto es, bien acogido, no comprometedor. Y esto no es ingenuidad.
La picardía de Don Bosco se manifiesta también en gestos sencillos, casi irrelevantes, pero que tienen su significado. Para mostrar su reconocimiento al arzobispo de Buenos Aires, le envía desde Italia dos cajas de vinos muy selectos: Bordeaux, Málaga, Grignolino, etc. Sin embargo, las botellas debían tener la apariencia de vino muy viejo. ¿Qué es lo que hace Don Bosco? Escribe a su secretario que eche sobre las botellas un poco de polvo «para ennoblecer el ori-gen del vino y darle una existencia más añeja». El don resultará más agradable.
El objeto más apreciado de una de tantas loterías no había sido retirado por el agraciado por la suerte: Don Bosco, como resulta de testimonios, organizó una mini lotería, pero pensó que el número ganador sería bueno que él se lo guardase en el bolsillo… El premio fue suyo.
De paso por la costa de Liguria, después de una famosa colecta hecha en Francia, los directo-res de la zona, siempre endeudados como él, le salieron al encuentro esperando recibir alguna ayuda del buen padre; pero éste con toda sencillez y franqueza hizo ver que no tenía dinero. Y era verdad: previendo el asalto de sus, hijos, por medio de persona de confianza, lo había hecho llegar a Turín, a Don Rúa.
Para demostrar a los bienhechores más insignes su gratitud, se ingeniaba para conseguirles honores tanto eclesiásticos como civiles, pero quería ser él quien compareciera. «Si hay que hacer gastos —escribía a Don Dalmazzo, que estaba en Roma-, háganse, pero deseo hacerlos yo para poder decir que es un regalo. Lo que resultará más provechoso». Deseaba también que, en los límites de lo posible, la entrega de diplomas se revistiese de cierta solemnidad, descendiendo a detalles que, al cambiar el clima cultural, hoy pueden hacemos sonreír pero que entonces tenían segura eficacia psicológica.
Su picardía —él habla también de «santas industrias»— era «santa»; no tenía nada de tortuoso o turbio, no degeneraba en astucia; era sano sentido práctico el que le movía a usar todos los medios lícitos para llamar la atención sobre su obra con vistas a la «mayor gloria de Dios y a la salvación de las almas».
Y también quería santamente pícaros a sus jóvenes. «En el mundo —les decía, haciendo suyas las palabras de San Felipe Neri— hay muchos locos y muchos pícaros. Los pícaros son los que trabajan y sufren un poco para ganarse el Paraíso; los locos son los que se encaminan hacia la eterna perdición».
Picardía, sí, pero como camino para la santidad.