De un modo espontáneo tendemos a las polaridades de contrarios (día-noche, luz-oscuridad, calor-frío…) y quizá, por ello, expresamos la «exterioridad» como lo contrario a la «interioridad», haciendo que nuestra comprensión sobre la contemplación quede condicionada.
Necesitamos reajustar esta comprensión: “En la vida espiritual lo contrario de la interioridad no es la exterioridad, sino la superficialidad. Interioridad y superficialidad son opuestas, en cuanto que corresponden a dos disposiciones incompatibles ante Dios, ante el entorno y ante uno mismo: una vive de la cantidad; la otra, de la calidad; una de la compulsividad, la otra de la gratuidad; una de la seguridad, la otra de la confianza; una de la inmediatez, la otra de los lentos procesos que se van gestando en la profundidad del corazón humano”. El imaginario que contrapone la interioridad a la exterioridad es lo que da soporte a la distinción que hacemos entre dos ámbitos a los que dotamos de entidad propia: «vida interior» y «vida exterior». ¿Qué imágenes nos vienen cuando pensamos en cada uno de esos ámbitos? ¿Paz y tranquilidad en uno, ajetreo y barullo en otro? Tan innegable es la necesidad de cultivar la serenidad ante tanto barullo y el pararse ante tantas prisas y urgencias, como el valor de la escucha interior ante tanto ruido ambiental. La cuestión radica en que hemos podido alimentar la idea de ámbitos diferenciados, olvidando que la vida interior, “en cristiano”, no es un ejercicio «espiritual» al
margen de la trama de este mundo nuestro.
De un modo espontáneo tendemos a las polaridades de contrarios (día-noche, luz-oscuridad, calor-frío…) y quizá, por ello, expresamos la «exterioridad» como lo contrario a la «interioridad», haciendo que nuestra comprensión sobre la contemplación quede condicionada.
Necesitamos reajustar esta comprensión:
“En la vida espiritual lo contrario de la interioridad no es la exterioridad, sino la superficialidad. Interioridad y superficialidad son opuestas, en cuanto que corresponden a dos disposiciones incompatibles ante Dios, ante el entorno y ante uno mismo: una vive de la cantidad; la otra, de la calidad; una de la compulsividad, la otra de la gratuidad; una de la seguridad, la otra de la confianza; una de la inmediatez, la otra de los lentos procesos que se van gestando en la profundidad del corazón humano”.
El imaginario que contrapone la interioridad a la exterioridad es lo que da soporte a la distinción que hacemos entre dos ámbitos a los que dotamos de entidad propia: «vida interior» y «vida exterior». ¿Qué imágenes nos vienen cuando pensamos en cada uno de esos ámbitos? ¿Paz y tranquilidad en uno, ajetreo y barullo en otro? Tan innegable es la necesidad de cultivar la serenidad ante tanto barullo y el pararse ante tantas prisas y urgencias, como el valor de la escucha interior ante tanto ruido ambiental. La cuestión radica en que hemos podido alimentar la idea de ámbitos diferenciados, olvidando que la vida interior, “en cristiano”, no es un ejercicio «espiritual» al
margen de la trama de este mundo nuestro.
En el imaginario colectivo hay, en muchas ocasiones, una imagen inexacta e incluso distorsionada de lo que es la vida espiritual. A ella se asocia lo que tiene que ver con rezos y misas o, en el mejor de los casos, con cuestiones meramente interiores en paralelo con las exteriores. En este sentido, la imagen de la persona «espiritual» no suele quedar muy bien parada ya que se le asocia con el uso de un determinado lenguaje o con una forma de situarse ante la vida un tanto elevada.
Ciertamente tenemos un problema con el imaginario asociado a lo que llamamos lo «espiritual». En un contexto plural y en cambio la definición de lo «espiritual» es difícil de precisar.
Pero parece que los distintos itinerarios confluyen en algunos puntos fuertes:
• el cultivo de una sensibilidad humana profunda que dé a la vez empatía y capacidad de discernimiento;
• la salida de la perspectiva espontáneamente egocéntrica con la que nos situamos ante las personas y ante toda realidad;
• la búsqueda de una manera de ver y vivir el mundo de una manera pacificada, compasiva y solidaria.
En todo caso, la persona espiritual es la que busca, discierne e intenta dar cuerpo a las grandes opciones de la vida desde una gran libertad inspirada en el amor. De esta manera podemos afirmar que la espiritualidad es «esa dimensión profunda del ser humano que trasciende las dimensiones más superficiales y constituye el corazón de una vida con sentido, con pasión, con reverencia de la realidad y de la Realidad».
Mirar hacia dentro
Otra de las comprensiones espontáneas que manejamos tiene que ver con la misma interioridad. Todos reconocemos que lo que vivimos y sucede nos afecta de modos distintos: hay cosas que nos resbalan y otras que tocan fibras muy sensibles; hay cosas que quedan en la superficie y otras alcanzan lo más hondo de nosotros mismos. Quizá por eso, identificamos que hay niveles distintos en esto que llamamos «dentro» de nosotros y que asociamos al ámbito de la interioridad. Ésta es una capacidad que conlleva «mirar hacia dentro», es decir, capacidad de conectar con nuestro mundo interior, de captar lo que pasa “dentro” de nosotros, de ponerle nombre. Son movimientos interiores que se dan en la persona. Hay ocasiones en que experimentamos que algo se intensifica en nosotros, cobra fuerza, se moviliza y, dado que el deseo es el soporte afectivo de toda experiencia humana, podemos reconocer que es justamente ahí, en el deseo, donde se produce esa intensificación. Este deseo intensificado siempre busca mayor vinculación e identificación con lo que lo ha afectado.
Es una disposición que permite percibir y captar lo que acontece cuando la persona, por medio de la narración evangélica, pone los ojos en Jesús. Esta mirada en Él es afectiva, ya que busca «conocerle internamente» y, en definitiva, «amarle y seguirle». La vinculación afectiva intensifica el deseo -vivir más contigo- y lo transforma en decisión que compromete la libertad -vivir más como tú-. Se trata, en definitiva, de una mirada que capta el impulso afectivo que se está despertando y que moviliza a la persona. Este impulso se presentará, en ocasiones, como deseo nuevo que se despierta; en otras, como deseo que se fortalece y cobra nuevamente vida. Lo que acontece también adopta la forma de intuición: la persona ve con claridad lo que hasta entonces era confuso. Es una intuición sencilla y clara. No es complicada ni rebuscada. No tiene que ver con una conclusión a la que se llega tras un prolongado análisis sino que, más bien, es algo que irrumpe inesperadamente y deja una alegría serena pero intensa.
Gracias a este «mirar hacia dentro» la persona puede reconocer todo aquello que se mueve y activa en ella. El discernimiento espiritual nos enseñará que hay ocasiones en que la persona puede sentir «diversidad de espíritus», es decir, distintos impulsos que le mueven en direcciones contrarias. ¿Por qué «espíritu» dejarse conducir?
Vivir desde dentro
«Mirar hacia dentro» es lo que solemos asociar con la interioridad. Es una comprensión a la que no le falta razón, pero resulta insuficiente porque la interioridad también es la capacidad de «vivir desde dentro». Ambas capacidades se complementan y se necesitan. Sabemos que gracias a la capacidad de «mirar hacia dentro» podemos identificar y reconocer la diversidad de movimientos interiores que se producen en nosotros, y descubrir que éstos nos mueven en direcciones contrarias:
¿Qué tenemos que hacer entonces? San Pablo lo tiene claro, «examínenlo todo y quédense con lo bueno» (1Tes 5,21). Y es que no es lo mismo dejarse conducir por un espíritu u otro, por una fuerza y otra. No todo vale, no todo es lo mismo. La vida va enseñando que no se puede aspirar a todo, ni quererlo todo, ni tenerlo todo. Estas afirmaciones tan obvias y elementales en apariencia son difíciles de aceptar en nuestra cultura ambiente. Hay que poner en cuestión este “todo vale”, “todo es compatible” si se quiere vivir desde la vida que el Evangelio despierta en nosotros, porque éste va decantando la vida en una dirección y no en otra.
«Vivir desde dentro» es, por ello, la capacidad de elegir, y sólo podemos elegir cuando hay claridad sobre qué es lo importante, lo esencial, lo primero. Sólo podemos elegir cuando situamos los distintos elementos de la vida en relación con lo esencial. En este sentido, para el creyente el Evangelio no es un elemento más entre otros muchos, ni siquiera es lo primero, es lo central: «solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados», dirá Ignacio de Loyola.
«Vivir desde dentro» como capacidad de elegir nos ayuda a una vida “coherente”. Lo contrario nos hace vivir a impulsos, dando pasos adelante y atrás, dando vueltas, en ocasiones, en torno a cosas secundarias. Esta capacidad de elección es capacidad de compromiso, de toma de decisiones, capacidad de jerarquización, de priorización, de dominio sobre los impulsos de la vida. Es la capacidad de marcar las prioridades y los ritmos desde dentro, que nos permite valorar más allá de lo espontáneo y primario.
Extractos y adaptación del artículo «Fijos los ojos en Jesús» de Ignacio Dinnbier Carrasco, sj, en Misión Joven Nº 454
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