Don Bosco, porque quería como nadie a sus jóvenes, les proponía como meta la santidad. ¿Nos animamos a tanto? ¿Los queremos tanto?
La vocación cristiana no es un añadido de lujo, un complemento de afuera para la realización del hombre. Es, en cambio, su puro y simple perfeccionamiento, la indispensable condición de autenticidad y plenitud, la satisfacción de las exigencias más radicales, aquellas de las que está sustanciada su misma estructura de criatura.
Tomar todo esto como base e inspiración de la acción, difundirlo de modo que se convierta en mentalidad de la comunidad educativa pastoral y especialmente de los mediadores vocacionales con sus consecuencias educativas y prácticas constituye la “cultura” de la que la pastoral tiene urgente necesidad.
El sentido es la comprensión de las finalidades inmediatas, a medio plazo y, sobre todo, últimas de los acontecimientos y de las cosas. El sentido es también intuición de la relación que realidades y acontecimientos tienen con el hombre y con su bien. La maduración del sentido supone ejercicio de la razón, esfuerzo al explorar, actitud de contemplación e interioridad. Se va descubriendo en diferentes ámbitos: en la propia experiencia, en la historia, en la Palabra de Dios.
Todo converge hacia una sabiduría personal y comunitaria que se expresa en la confianza y la esperanza ante la vida. “Por lo demás, sabemos que en toda las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom, 8,28a)
Los tiempos de maduración del sentido pueden ser largos. Es importante no renunciar y no cerrarse ante la perspectiva de descubrimientos ulteriores y más ricos. La cultura contemporánea está surcada por corrientes que ignoran, cuando no niegan, todo sentido que trascienda la experiencia inmediata y subjetiva. Lleva así a una visión fragmentada de la realidad, que hace a la persona incapaz de dominar los mil episodios diarios, de ir más allá de lo epidérmico o sensacional.
La madurez cultural comporta una síntesis, un marco de referencia más allá de los conocimientos aislados, para lograr orientarse y no quedar prisioneros de los hechos. La calidad de la vida decae cuando no está sostenida por una cierta visión del mundo. Y con la calidad caen las razones para implicarla al servicio de causas nobles.al más allá humano, a la aceptación del límite, a la acogida del misterio, la acogida de lo sagrado en sus aspectos subjetivos y objetivos, a la reflexión y a la opción religiosa.
La existencia del hombre está abierta al infinito y así es la percepción que él tiene de la realidad. Hay hoy direcciones culturales que, conscientemente o no, llevan a cerrarse en los horizontes “racionales” y temporales y hacen incapaces de acoger la propia vida como misterio y don.
Tomar en consideración la trascendencia quiere decir aceptar interrogantes, ir más allá de lo visible y lo racional. Las experiencias, las necesidades, las percepciones inmediatas pueden ser puntos de partida para abrirse a valores, exigencias y verdades ulteriores y más exigentes, que no hay que sentir como negación de las propias pulsiones, sino como su liberación y perfección.
Como reveló Jesús a la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice «Dame de beber!», tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10).
capaz de discernir entre el bien y el mal y saber orientarse hacia el bien. Esa cultura está iluminada por la conciencia moral, más centrada en los valores que en los medios, y asume como punto básico la primacía de la persona. La cultura lleva siempre en su interior un impulso ético y es en sí misma un valor moral, porque persigue la calidad humana de cada uno y de la comunidad. Pero sobre ella repercuten los límites del hombre.
Algunas de sus tendencias y realizaciones, cuando no sistemas enteros, se presentan bajo el signo de la ambigüedad moral. Y esto en las dos dimensiones, objetiva y subjetiva. El hecho llega a ser grave cuando en el dinamismo mismo de elaboración de la cultura, el criterio ético desaparece o viene subordinado a otros. Pierde entonces toda incidencia la referencia al bien y al mal, y prevalecen otras exigencias, como la utilidad, el placer, el poder.
Desarrollar la cultura con mentalidad ética querrá decir, no sólo hacerla crecer en cualquier caso, sino contrastar sus concepciones y realizaciones con la conciencia iluminada por la fe para purificarla y rescatarla de la ambigüedad y alentarla en la dirección de los valores.
Puede haber hoy una contracción del futuro, junto a una dilatación del presente, que lleva hacia una cultura de lo inmediato. Los proyectos se agotan en un tiempo breve y se completan en los espacios reducidos de la experiencia individual. Las mismas iniciativas de bien pueden reducirse a querer corregir alguna cosa, a una búsqueda de autorrealización subjetiva, a un entusiasmo efímero. Proyectar quiere decir organizar los recursos propios y el proprio tiempo en consonancia con las grandes urgencias de la historia y con las demandas de las comunidades para alcanzar metas ideales dignas del hombre. Esto requiere conciencia crítica para defenderse de imperativos aparentes, capacidad de discernimiento para desenmascarar presiones psicológicas, generosidad motivada para ir más allá de los horizontes inmediatos.
Pero la cultura de la solidaridad se arrincona frecuentemente o la debilitan fuertes corrientes económicas y culturales. Presupone una visión del mundo y de la persona que considere la interdependencia como clave interpretativa de los fenómenos positivos y negativos de la humanidad. Nada tiene una explicación propia integral o una solución razonable si se considera de forma aislada. Pobreza y riqueza, desnutrición y dispendio son fenómenos correlativos. Entre estos contrastes, funge de mediación e interviene no sólo la ternura y la compasión, sino la responsabilidad humana. La persona no puede concebirse como un ser que primero se constituye por sí mismo y, sólo en un segundo momento, se orienta hacia los otros. La persona llega a ser ella misma sólo cuando asume solidariamente el destino de sus semejantes.
(P. Pascual Chávez sdb)