Don Bosco se estaba muriendo, tendido inmóvil en su pequeña cama de hierro, con sus devotos hijos espirituales, arrodillados a su alrededor. Era el 31 de enero de 1888.
Hacia las dos menos cuarto de la mañana comenzó la agonía. Don Rua y el obispo Cagliero recitaban las oraciones rituales. El estertor de la muerte se prolongó hasta las cinco menos cuarto. Entonces, cuando sonaba el Ángelus de las campanas de nuestra iglesia, la fatigosa respiración de Don Bosco se aquietó. Medio minuto después estaba muerto. ¡Se fue al paraíso!
Con estas sencillas y emotivas palabras, Viglietti, principal comentarista de los últimos años de Don Bosco, finaliza la crónica de la última enfermedad del fundador, señalando con precisión las circunstancias de su muerte.
La última enfermedad de Don Bosco más que una nueva dolencia era, en realidad, una fatal recaída, con síntomas que se agravaron y serias complicaciones, de su ya crónica afección cardiopulmonar.
Tras regresar de su paseo habitual, en la tarde del 20 de diciembre de 1887, guardó cama para no dejarla más, entrando así en el último y fatal episodio de la enfermedad que lo había perseguido desde 1846; tal vez incluso antes, en su época de estudiante. En 1846, cuando aún no tenía 35 años, contrajo una aguda bronquitis que degeneró en neumonía bronquial. Así pues, joven sacerdote, había desarrollado una enfermedad del aparato respiratorio que, empeorando progresivamente, fue la causa de repetidas recaídas.
Para conocer los detalles del último día y, en especial, los acontecimientos que tuvieron lugar en la habitación de Don Bosco, hay que apoyarse en los recuerdos de Pedro Enría.
«El lunes 30 de enero por la mañana, el brazo derecho de Don Bosco se paralizó por completo. Todavía hablaba ocasionalmente con don Rua, el obispo Cagliero, don Viglietti y con algunos otros que estaban presentes. Entonces susurraba: “Que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas”, añadiendo en varias ocasiones: “¡María, María! ¡Recen, recen!”. Esas fueron, podría decir, sus últimas palabras. A mediodía había perdido el habla. Todos los superiores estaban alrededor de su cama. Como no era capaz de mover su brazo derecho, señalaba el cielo con el izquierdo, como queriendo decir: “Que se haga la voluntad de Dios; todo por su honor y la gloria”. A intervalos levantaba su brazo izquierdo; por la noche ya no podía hacer ni siquiera eso. A lo largo del día pasó por la habitación una procesión ininterrumpida de personas, salesianos y niños, sacerdotes diocesanos, bienhechores y laicos. Querían besar su mano por última vez, aquella mano consagrada que, a través de la absolución sacramental, había salvado tantas almas […]. Su confesor (don Giacomelli), Mons. Cagliero y don Rua permanecían a su lado, diciéndole oraciones. El pobre don Rua estaba abrumado de dolor. A las nueve de la noche, todos los miembros del Consejo Superior se reunieron alrededor de la cama. Todos estaban profundamente conmovidos y nadie quería irse a dormir. Se fueron a la sala contigua donde velaban y rezaban al Señor y a María Auxiliadora por nuestro amado padre.
A eso de la una y media de la mañana (31 de enero), Don Bosco tuvo un movimiento repentino tal que incluso la cama se estremeció. Luego su respiración se hizo tan fatigosa que temimos que hubiera llegado el fin y su alma bendita volaba hacia el cielo. Don Rua y Mons. Cagliero oraban por él, mientras que el resto de nosotros nos arrodillamos alrededor de la cama y mantuvimos la mirada fija en el rostro de nuestro buen padre. No puedo describir esa triste escena y el dolor de todos nosotros. Todos llorábamos, mezclando oraciones y sollozos. Pero el Señor se compadeció de nuestro querido padre y le concedió algún alivio, y disminuyó un poco la dificultad de respirar que nos asustaba y entristecía. Aprovechando la oportunidad, don Rua se volvió hacia Don Bosco y dijo: “Don Bosco, aquí estamos nosotros sus hijos. Le pedimos perdón por los disgustos que ha tenido que sufrir por nuestra causa. En señal de perdón y paternal benevolencia, denos una vez más su bendición. Yo conduciré su mano y pronunciaré la fórmula. Por favor, nos bendiga y bendiga también a todos sus hijos dispersos por el mundo y en las misiones”.
A esto siguió una nueva crisis; no hay palabras para describir el dolor de todos los que allí estábamos. Dios permitió que el santo cuerpo sufriera hasta el final, pero la crisis pasó y poco a poco su respiración se calmó una vez más, casi se hizo normal. Una vez más todo el mundo se retiró a la habitación contigua a rezar y esperar. Yo me quedé junto a la cama de Don Bosco. Cerca de las cuatro, me di cuenta de que su respiración ya no era suave y aparecían gotas de sudor. Entré a la habitación contigua y alerté a todos los superiores. Cuando todos estaban de nuevo de rodillas alrededor de la cama, se dijeron las oraciones a las que siguieron las letanías; después de las cuales, el obispo leyó el Proficiscerse (Sal, oh alma cristiana). Luego, sin que nos diéramos cuenta de ello, mientras todos nosotros manteníamos los ojos fijos en aquel rostro querido, Don Bosco se quedó dormido en el Señor. Eran las cuatro cuarenta y cinco de la mañana del martes 31 de enero de 1888.
Don Bosco murió sin violencia. Nos mantuvimos de rodillas y mirándole. Parecía dormido. Pero su alma ya había volado al cielo para recibir en el hermoso paraíso de Dios, la recompensa preparada para él por sus virtudes heroicas y sus trabajos. No se puede describir el dolor que todos experimentamos en esos momentos. Aun de rodillas, alrededor de la cama, seguimos rezando y llorando. No podíamos retirar nuestros ojos de aquel rostro venerado. Parecía que iba a despertar en cualquier momento y dirigirnos alguna palabra más de aliento y de consejo. Todo el mundo estaba abrumado por el dolor. Pero Don Rua dijo: «Nos hemos quedado doblemente huérfanos. Pero consolémonos. Si hemos perdido un padre, hemos adquirido un protector en el cielo. Mostrémonos dignos de él, siguiendo sus santos ejemplos. Vamos a mantener vivo su espíritu y lo vamos a transmitir también a nuestros jóvenes. Si se hace esto, Dios hará que nuestro padre Don Bosco viva entre nosotros hasta el fin del mundo».”
Hasta aquí el emotivo final contado por Enria.
Don Bosco murió santamente. Murió, como había vivido, unido a Cristo crucificado, invocando la intercesión de María. En oración de entrega total a Dios. Y por más notable que sea, no es sorprendente.
El lado humano de Don Bosco se revela a cada paso en lo narrado por Enria. Aparece un hombre que ha logrado mucho en su vida y ha recibido el reconocimiento, hasta la adulación, por todas partes. Aquí también está un hombre que, con absoluta coherencia, acepta sus limitaciones, humildemente reconoce su impotencia y sus necesidades, y se entrega confiadamente al cuidado de los demás.
Por otro lado, el servicio delicado y sin límites prestado a Don Bosco por sus hijos espirituales parece absolutamente increíble. Permanecieron constantemente a su lado no solo los pocos que lo asistían, sino muchos otros; desde luego, todos sus más allegados, pasaron horas y horas cuidándolo en la cama con amor asombroso. […] Era la agradecida respuesta del corazón al verdadero amor, a la sincera devoción y la constante preocupación que el buen padre había tenido por sus hijos queridos durante toda la vida.