“Los jóvenes son grandes buscadores de sentido y todo aquello que se pone en sintonía con su búsqueda para dar valor a sus vidas, llama su atención y motiva su compromiso”.
Instrumentum Laboris del Sínodo sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, octubre de 2018.
Para llegar a los jóvenes es necesario hablarles en su lenguaje para que se sientan comprendidos y también atraídos. Ejemplo de ello es el Papa Francisco que en la última Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) que se realizó en enero en Panamá les pidió a los miles que presenciaron la vigilia previa a la misa del domingo que fueran “influencers de Dios” y les habló de María como una joven de Nazaret que “no salía en las redes sociales” pero que con su “sí” “se volvió la mujer que más influenció en la historia”.
Además Francisco les puso el ejemplo de Don Bosco, porque “no se fue a buscar a los jóvenes a ninguna parte, simplemente aprendió a ver todo lo que pasaba con los ojos de Dios y así su corazón fue golpeado por cientos de niños, de jóvenes abandonados, sin estudio, sin trabajo, sin la mano amiga de una comunidad”. Y también les dijo que sin trabajo, sin educación, sin comunidad y sin familia, la vida no tiene raíces y se seca, y por eso no basta “estar todo el día conectado para sentirse reconocido y amado” sino que es necesario “encontrar espacios en los que puedan con sus manos, con su corazón y con su cabeza” sentirse parte de una comunidad más grande que los necesita y que ellos necesitan.
Y esa primera comunidad es la familia que tiene un lugar importante en la vida salesiana. El documento final sobre el Sínodo sostiene que “la familia sigue siendo el principal punto de referencia para los jóvenes” que “aprecian el amor y el cuidado de los padres”. Sin embargo hace referencia a la crisis que atraviesa el modelo tradicional de familia: “El aumento de separaciones, divorcios, segundas uniones y familias monoparentales puede causar en los jóvenes grandes sufrimientos y crisis de identidad. A veces deben hacerse cargo de responsabilidades desproporcionadas para su edad, que les obligan a ser adultos antes de tiempo”.
Las respuestas a un cuestionario que fue puesto en consideración de jóvenes de todo el mundo, previo al Sínodo, dan cuenta de que dentro de la familia “la figura materna es el punto de referencia privilegiado para los jóvenes, mientras parece necesaria una reflexión sobre la figura paterna, cuya ausencia o evanescencia en algunos contextos - en particular los occidentales - produce ambigüedad y vacíos”. Algunos encuestados también mencionaron el papel “significativo” de los abuelos “en la transmisión de la fe y de los valores”. Se señala también el aumento de las familias monoparentales.
En Uruguay, los datos confirman esa tendencia. Según el informe de Desigualdades de Género para el Atlas Demográfico de la Desigualdad, con datos que surgen del último censo realizado por el Instituto Nacional de Estadística en 2011, la familia tradicional compuesta por madre, padre e hijos de ambos no llega al 30%: son el 28,3% de los hogares uruguayos. Los hogares unipersonales (en donde vive una persona sola) son el 23,4% del total. El hogar constituido por un padre y sus hijos (monoparental masculino) alcanza el 1%, mientras que los hogares formados por una madre y sus hijos (monoparental femenino) representan el 10% del total.
A su vez, los hogares extendidos, en donde conviven otros parientes, representan el 15%. El 17% de los hogares están compuestos por parejas sin hijos; el 3% con hijos de uno de los miembros de la familia; y en el 8% de los hogares vive una persona con otra sin vínculo familiar o de pareja.
En un encuentro de salesianos sobre Familia y Pastoral Juvenil, que se realizó en diciembre de 2017 en Madrid, se llegó a la conclusión de que una manifestación de esa crisis de las familias es el “miedo de amar” porque “no se cree en el amor para siempre”.
En ese sentido el documento post Sínodo destaca el esfuerzo de las familias cristianas por lograr que los jóvenes vivan la sexualidad “según la lógica del Evangelio”. Agrega que “donde se ha decidido adoptar realmente esta educación como propuesta, se observan resultados positivos que ayudan a los jóvenes a comprender la relación entre su adhesión de fe a Jesucristo y el modo de vivir la afectividad y las relaciones interpersonales. Tales resultados, que son un motivo de esperanza, requieren invertir más energías eclesiales en este campo”.
Además apunta que “frente a los cambios sociales y de los modos de vivir la afectividad y la multiplicidad de perspectivas éticas, los jóvenes se muestran sensibles al valor de la autenticidad y de la entrega, pero a menudo se encuentran desorientados. Expresan, en particular, un explícito deseo de confrontarse sobre las cuestiones relativas a la diferencia entre identidad masculina y femenina, a la reciprocidad entre hombres y mujeres, y a la homosexualidad”. Es por eso que los jóvenes necesitan adultos capaces de acompañarlos y con quienes confrontar y evaluar sus proyectos de vida.
Pero el problema está en que muchos adultos han quedado bloqueados y ofrecen modelos que no resultan atractivos para los jóvenes. Los adultos están demasiado ocupados o van tras el ídolo de “la eterna juventud”. Está presente el síndrome de “Peter Pan”, descrito por la psicología –lo nombró así el psicólogo norteamericano Dan Kiley en los 80’- como un complejo o sesgo de personas que no quieren asumir las obligaciones propias de su edad y han decidido mantenerse en una infancia psicológica. Son personas que prefieren la comodidad y evitar enfrentarse a los desafíos de la vida. Por eso les cuesta tomar decisiones, comprometerse, planificar metas y avanzar hacia ellas.
El sacerdote salesiano Daniel García, encargado del Dicasterio de la Pastoral Juvenil de los salesianos a nivel mundial, explica la importancia de que los adultos y la Iglesia recuperen el rol de acompañamiento de los jóvenes. Citando al Padre Sala, otro salesiano que fue secretario especial del Sínodo, afirma que “el problema a menudo no son los jóvenes, sino los adultos que pueden ser demasiado adolescentes, insignificantes, demasiado diluidos, muy post cristianos y poco discípulos de Jesús”.
Por todo ello, es fundamental que los adultos –los religiosos y los laicos, sean padres o educa-dores- recuperen la capacidad de ser buenos referentes, guías, faros, superando el narcisismo, la autorreferencialidad y la autorrealización. Como se concluía en el congreso de la familia de Madrid, los jóvenes de hoy necesitan adultos que sean capaces de generar en el otro, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía.
La juventud es el momento en el que se toman decisiones que definirán la vida adulta: se elige la carrera profesional, se confirman las creencias, la sexualidad y se asumen compromisos de por vida pero, “en muchos contextos, la transición a la edad adulta se ha convertido en un camino largo, complicado y no lineal, donde se alternan pasos adelante y atrás, y la búsqueda de trabajo generalmente predomina sobre la dimensión afectiva. Esto hace que sea más difícil para los jóvenes realizar elecciones definitivas”, decía el documento preparado para el Sínodo.
Y mencionaba algunos valores para cultivar en la propia vida como son “la empatía hacia las personas, una percepción equilibrada del sentimiento de culpa, el contacto con la propia intimidad, la disposición para ayudar y colaborar, la capacidad de distinguir las propias necesida-des y responsabilidades de aquellas de los demás, de sostener incluso en la soledad las propias elecciones, de resistir y luchar frente a las dificultades y los fracasos, de llevar a término de manera responsable las tareas asumidas”.
Todas esas cualidades que son manifestaciones de madurez requieren una educación sólida y contar con ejemplos de adultos reflexivos, sensatos, prudentes, formados y que en el acompañamiento de los adolescentes los preparen para que ellos puedan tomar sus propias decisiones.
Se trata de ofrecerles una brújula segura para el camino de la vida, no un “GPS”, que muestra por adelantado todo el recorrido, dice el documento post Sínodo y agrega un detalle funda-mental: “La libertad siempre conlleva una dimensión de riesgo que hay que valorizar con decisión y acompañar con gradualidad y sabiduría”.
La misma crisis de las familias y de los adultos se traslada al mundo de la fe. El Padre García expresa que muchos jóvenes se han alejado de la Iglesia e incluso de sus familias “porque no han entrado en contacto con una santidad viva, con un testimonio, con una vida buena, atractiva y fascinante”. Por el contrario se han topado con “Iglesias demasiado burocráticas capaces de decir a todos los que se tiene que hacer, pero poco familia de Dios capaz de caminar con alegría reconociendo ante todo su fragilidad”.
De ahí la importancia de trabajar en el acompañamiento y en lograr que los adultos sean mo-delos posibles a seguir y para ello deben tener una escucha empática de los jóvenes. El documento elaborado por los obispos luego del Sínodo señala que la escucha “transforma el corazón de quienes la viven, sobre todo cuando nos ponemos en una actitud interior de sintonía y mansedumbre con el Espíritu. No es pues solo una recopilación de informaciones, ni una estrategia para alcanzar un objetivo, sino la forma con la que Dios se relaciona con su pueblo”.
El documento previo al Sínodo hablaba de que el acompañante debe tener “una sólida formación y una disposición a trabajar antes que nada sobre sí mismo desde un punto de vista espiritual y, en cierta medida, también psicológico”.
“Sólo de esta manera podrá auténticamente ponerse al servicio, en la escucha y en el discernimiento, y evitar los riesgos más frecuentes de su rol: sustituirse a quien acompaña en su búsqueda y en la responsabilidad de sus decisiones, negar o eliminar el surgimiento de pro-blemáticas sexuales y en fin, superar las fronteras involucrándose de una manera impropia y destructiva con aquellos que está ayudando en el camino espiritual, hasta la posibilidad de llegar a verdaderos abusos y dependencias”.
Los propios jóvenes marcaron algunas características que –a su criterio- deben tener los acompañadores y les pidieron que sean cristianos comprometidos, que busquen la santidad, que comprendan sin juzgar, que sepan escuchar activamente, y que reconozcan sus límites.
“Hay que escuchar a Dios y a los jóvenes antes de hablar sobre Dios a los jóvenes”, decía el Padre Rossano Sala en una publicación de prensa del Vaticano sobre el Sínodo. “Hablamos mucho sobre Dios pero tal vez hablamos poco con Dios. Y esta es una falta de credibilidad. Cuando hablamos de Dios, sin haber hablado primero con Dios no somos muy creíbles”, afirmaba.
Muchas veces los jóvenes advierten que su voz no es considerada por el mundo adulto, y por eso “piden a la Iglesia que se acerque a ellos con el deseo de escucharlos y acogerlos, ofreciendo diálogo y hospitalidad”. Los jóvenes pidieron también una liturgia “viva y cercana”. El documento con las conclusiones del Sínodo refiere a que “se asiste a un cierto alejamiento de los sacramentos y de la Eucaristía dominical, percibida más bien como un precepto moral y no como un encuentro feliz con el Señor resucitado y con la comunidad”.
Traducido a la realidad salesiana, este esquema supone ofrecer un lugar para los jóvenes y sus familias, en contraposición con aquellos no lugares, donde las personas están pero no establecen vínculos personales capaces de ofrecer la transformación mutua.
Según la teoría desarrollada por el antropólogo francés Marc Auge, no lugares son lugares donde circulan decenas o cientos de personas que se cruzan sin interactuar, donde no hay espacio para el encuentro, y donde los jóvenes no encuentran un lugar donde ser amigos, donde amar, y donde proyectarse. Se trata entonces de que todo joven que se vincule con la familia salesiana encuentre un lugar donde realizarse y que el espíritu de familia cree las condiciones necesarias para acompañarlo en la búsqueda del sentido que quiera darle a su vida y de su vocación, como se concluía en el congreso de las familias de Madrid.