Acercarnos a la vida de María Mazzarello es descubrir un pasado de comunicación que nos pertenece. Ella, una mujer resuelta y franca, de índole ardiente, con gran sentido de realismo, mente clara, afectividad sana y un temperamento reflexivo y comunicativo al mismo tiempo, demuestra una fuerte y acentuada necesidad de comunicación y una rara habilidad para establecer relaciones interpersonales auténticas.
Su capacidad para comprender situaciones y personas procede, en primer lugar, de un consciente y profundo acto de participación afectivo-emotiva que la hace intuitiva y perspicaz.
María Mazzarello aprende a leer de pequeña, sobre las rodillas de su padre. Pero a los 35 años decide aprender a escribir, haciéndose alumna entre las alumnas de Mornese.
Las cartas son su voz en directo. Un anticipo del tú a tú telefónico. Con un estilo sencillo y ameno, escribe páginas de noticias de familia que llegan a América. Como quien conversa con un interlocutor que tiene delante, lanza preguntas y trata de responderlas poniéndose en su lugar.
Las 68 cartas que se conservan, dirigidas a las Hermanas, a Don Bosco, a los Directores Salesianos de Mornese -misioneros en América del Sur- a las alumnas y a algunos padres de familia, son un testimonio vivo de aquella intensa relación que se había establecido en las primeras comunidades educativas de Mornese y de Nizza. Gratitud, oración, atención a las necesidades del destinatario, confianza y serenidad… En síntesis, una comunión profunda de valores y aspiraciones.
El Epistolario, además, está marcado por insistentes recomendaciones a la correspondencia. A veces termina la carta con un imperativo que suena como una fuerte llamada a la comunicación: «Escríbanme pronto!». «Contéstame!». O también: «¿Estás muerta o viva? No me escribes nunca una letra!». Con expresiones similares se dirige a las niñas del Uruguay: «Escríbanme alguna vez. Me dan mucha alegría sus cartas».
Carta de Madre Mazzarello a las niñas de Las Piedras
Nizza, 9 de julio de 1880
¡¡Viva Jesús y María!!
Mis buenas y queridas niñas:
¡Cuánto me ha gustado su hermosa carta y qué buenas son al acordarse de mí y felicitarme! También yo, aunque no las conozca, las quiero mucho y rezo por ustedes para que el Señor les conceda todas las gracias y bendiciones que desean para mí. Recen siempre por mí, que también yo rezo por ustedes para que el Señor las haga crecer buenas, piadosas y obedientes.
Acudan con confianza a las hermanas, díganles que les enseñen a amar al Señor y a aprender bien sus deberes de buenas cristianas. Huyan siempre de las malas compañías y vayan más que con las buenas.
Sean muy devotas de María Virgen, nuestra tiernísima Madre, imiten sus virtudes, especialmente la humildad, la pureza y el recogimiento. Si lo hacen así, estarán contentas en la vida y en la muerte.
Tengo muchos deseos de ir a hacerles una visita; recen y, si es voluntad de Dios, iré; si no, nos veremos en el Cielo y será mucho mejor. Sean muy buenas, para que todas puedan ir al Cielo.
Escríbanme alguna vez, me dan mucha alegría sus cartas. Quieran a sus maestras y a sus asistentes, pero sobre todo amen a Jesús y a María.
Como agradecimiento por sus felicitaciones quisiera mandarles una bonita estampa a cada una, pero ¿cómo hacer? Son muchas y la carta pesaría demasiado; por esta vez se la mando a la que ha escrito la carta, ¿están contentas? Cuando vaya a hacerles una visita se las llevaré a todas. Mientras tanto sean buenas y recen por mí.
Las saludo a todas y en el Corazón de Jesús créanme suya
Con afecto, Sor María Mazzarello.
En su espiritualidad Sor María, vive profundamente la maternidad espiritual de María, cumpliendo a cabalidad la voluntad de Jesús: acoger a María en su casa, entre sus amores, como su tesoro y acepta conscientemente la misión de María: ser Madre, Maestra que educa en el seguimiento de Jesús y de esta conciencia nace su inmenso deseo que se convierte en una meta que perseguirá todos los días y a cada momento: “todo por medio de María, Madre de Jesús y Madre mía” , es este el título de lo que ella misma llama: Programa infantil de vida espiritual , en el que deja muy claro su intención de vivir con María, encerrada en su corazón, su hoy lleno de trabajo, de dificultades, de preocupaciones y también de sueños grandes para sus pobres, por María, ofreciendo todo para que Ella los presente a Jesús como su mejor ramillete de amor.
En este programa –aparentemente sencillo y sin trascendencia pero realmente profundo y fruto de un amor grande que ya no se puede contener dentro y por eso inventa las formas más creativas para ser expresado y que al mismo tiempo lo hace crecer-, Sor María pasa una a una sus horas, sus deberes, sus ocupaciones y hasta sus necesidades más básicas y de esta forma toda su jornada queda impregnada de esta materna y real presencia, todo sus días comienzan en María y terminan en el corazón de María segura que Ella la conducirá a Jesús, su Sol y su Rey.
La Espiritualidad Mariana es abandono en el Padre, búsqueda del rostro de Jesús en la propia vida y en los acontecimientos de la historia, vida en el Espíritu, vivir como María y con su auxilio la experiencia de fe, y podremos descubrir cómo Sor María vive una auténtica Espiritualidad Mariana.
Todo por medio de María, ¡Madre de Jesús y Madre mía!
La experiencia mariana de Sor María no es intimista, ni tampoco es abstracta. Su abandono en María, su confianza en Ella, en su auxilio poderoso lo vive y lo transmite en forma sencilla, en las diferentes y más comunes situaciones de su vida cotidiana, lo testimonian sus escritos espirituales en los que encontramos oraciones y locuciones intimas y profundas que nos hablan claramente de la profundidad espiritual de esta FMA, encontramos también oraciones con una gran dosis de confianza que os hablan claramente de su coloquio ininterrumpido con María: “Madre mía: mándame ya ligerito el dinero que necesito para comprar los terrenos, los equipos médicos, el ascensor, el mobiliario y terminar la construcción. Deseo empezar en seguido tu obra, para poder salvar muchas, muchas almas y llevarlas por ti a Jesús. Todo absolutamente, para gloria de Él y gloria tuya, no más, tú lo sabes bien”; y en otro momento escribe esta oración: “oh mi Mamacita linda, mamá de Jesús y mamá mía… yo te amo con El, en El, como El, por El y para gloria de Él. Ah dame hambre y sed de sacrificio, mortificaciones, penitencias, humillaciones y dolores para probarte con obras mi amor”.
El camino de crecimiento en la vida cristiana es un camino de maduración en la fe, de una adquisición constante y progresiva de comunión y de vida con Dios en Cristo Jesús. En esta línea, resultaría relativamente fácil hablar de madurez en la fe, respecto de los adultos, dado que en ellos hay un desarrollo humano más pleno, y la posibilidad de contar con mejores herramientas para establecer auténticos y nuevos encuentros de comunión con Dios y con los hermanos.
En el caso de Laura, preadolescente que muere poco antes de cumplir sus trece años, no es así. Ella, sin haber alcanzado la plenitud de su madurez humana, debido a su corta edad, ha dado pasos reales y concretos de una auténtica madurez en la fe. Y de esto dio múltiples demostraciones en la sencillez y cotidianidad de su vida.
La entrega de la vida que hace Laura, no es producto del azar. No hay en ella motivos superficiales o mero sentimentalismo que la lleven a tal decisión. La ofrenda de la propia vida es, en Laura, consecuencia de un corto, pero intenso recorrido de amor y comunión con Dios. Es el fruto más sabroso que esta pequeña niña pudo regalar a Aquel que dio sentido a su vida y a su misión.
Son precisamente estos hechos, los que hacen intuir en Laura la presencia de un vivo dinamismo espiritual que, sobre la base de una fundamental disposición a lo religioso, elabora un tipo de relación con Dios, del todo particular para alguien de su edad, lo que inspira en ella un acto heroico de caridad: el don de la propia vida.
Generalmente, en la vida cristiana tal dinamismo es fuertemente alimentado en la vida de piedad que busca cultivar una auténtica relación interpersonal con Dios. Ahora, observando a Laura, se nota que la piedad es uno de los aspectos más presentes en ella.
Su director espiritual, da cuenta de la disposición a la acción de la gracia divina y el agrado ante la presencia de Dios y las cosas del Espíritu presentes en Laura. Así lo confirman algunos testimonios: “se notó una verdadera inclinación a la piedad. Su corazón encontraba paz y reposo en las cosas de Dios. Durante la oración se veía que su mente estaba inmersa en lo que estaba haciendo y muchas veces fue necesario avisarle que era tiempo de salir de la Iglesia”. “Puedo asegurar que Laura vivía una vida de fe, viviendo en la presencia de Dios, volviendo a El confiadamente en medio de sus problemas y enfermedades, y observando espontáneamente y por amor de Dios, los mandamientos, los preceptos de la Iglesia y sus obligaciones personales. Durante el trabajo y también en la recreación cuantas jaculatorias y oraciones repetía con todo su afecto”.
Que para Laura la oración no fue un hábito, lo testimonia la firme decisión de fidelidad a los deberes tomados cuando, en el tiempo de vacaciones en la estancia, se encuentra impedida de cumplir sus devociones. La vida al aire libre, la atracción de las amistades y de la belleza que la naturaleza le regalaba, la ausencia de estímulos adecuados y favorables, podían ser ocasión más que suficiente para sugerirle interrumpir, al menos por un tiempo su vida de oración.
Estas motivaciones no logran modificar su propósito; al contrario, ella cultiva mayormente su atención a Dios, intensifica su diálogo con El, sobre todo cuando intuye el peligro al cual se expone viviendo bajo el mismo techo con Manuel Mora. Así, cuando el peligro se hace realidad, está pronta a la lucha y sale victoriosa.
La interioridad y oración de Laura buscan ante todo el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios en su vida, y la salvación de los pecadores. No es una búsqueda de compensaciones afectivas, o devoción sentimental. Laura busca a Dios por Dios.
En base a esto, nos surge una interrogante: si de este tipo es la relación que Laura establece con Dios, ¿quién era Dios para ella? Ciertamente, no era un Ser abstracto, lejano o, peor aún, un fruto de su fantasía. Si Laura no hubiese tenido experiencia viva de Dios y no lo hubiese considerado como bien absoluto y trascendental, no encontraríamos explicaciones a sus actitudes de profunda adoración, de adhesión amorosa a su voluntad y, al mismo tiempo, de confianza absoluta en El.
Para Laura, es natural la comunicación con Dios. “Me parece –es ella quien lo afirma- que Dios mismo mantiene vivo en mí el recuerdo de su Divina Presencia. Donde quiera que me encuentre, sea en clases, sea en el patio, este recuerdo me acompaña, me conforta me ayuda a hacer todo mejor y no me distrae de ningún modo, porque yo aún no pensando en esto, sin pensarlo me encuentro gozando en este recuerdo”.
Podemos ahora, hablar de madurez de fe en Laura. El haber puesto a Dios al centro de su existencia ha significado para ella no sólo una intensa vida de piedad, sino también un empeño máximo en la caridad. Una fe que no impregne la totalidad de la vida, y que no la modifique, no puede ser verdadera.
La vida de Laura está inserta totalmente en lo cotidiano, a tal punto que una mirada superficial es incapaz de descubrir la magnitud de su interioridad. Como por los frutos se reconoce al árbol, de la conclusión de su vida nos es posible descubrir su temple. Sólo el amor de Dios cultivado con delicadeza y constancia, le posibilita una constante comunión con El, que la impulsa a cumplir el gesto más grande de su vida: la donación total de sí por la salvación de su madre. La santidad no es cuestión de edad.
En los primeros días de febrero de 1930 llegó al centro misionero salesiano de Shiu-chow el jovencísimo misionero don Calixto Caravario (veintiséis años). Venía de la pequeña comunidad cristiana de Un-Chow, la más alejada del centro de la misión. Tenía que acompañar al obispo mons. Versiglia (cincuenta y siete años) a visitar sus dos escuelitas y sus 200 cristianos, pequeña semilla en una ciudad de 40.000 habitantes, atormentada y devastada por una interminable guerra civil. Les salieron al encuentro haciéndoles fiesta varios niños que don Caravario había salvado del caos y de la miseria, llevándolos al orfanatorio y al Instituto Don Bosco de Shiu-chow.
23 de febrero. Los equipajes para el viaje están preparados: una veintena de paquetes con cosas de toda clase: vestidos, ornamentos sagrados, la comida necesaria para el viaje de siete personas, que deberá servir para ocho días (para recorrer una distancia de 90 kilómetros).
Los hermanos salesianos han visto a don Caravario preocuparse de todo aquel equipaje y he felicitan alegremente: «¡Cuánta gracia de Dios!». Y él, con su amable sonrisa de siempre: «¡Con tal de que no vaya a parar todo a la boca del lobo!».
Luego, levantando los hombros: «¡De todos modos, hágase la voluntad del Señor!». Todos saben que esta última expresión es la habitual de don Caravario, «el santito». Por aquellos días don Caravario escribió una larga carta a su madre, que estaba en Turín, con fecha del 13 de febrero.
Partida al alba del 24 de febrero. Levantarse a las cuatro, santa misa, reunión de los que viajan. Son el obispo Versiglia, don Caravario, dos jóvenes maestros diplomados en el Instituto Don Bosco (Thong Chong Wai, pagano; M Pan Ching, cristiano), sus dos hermanas (Thong Su Lien María, veintiún años, maestra; M Yu Tee Paula, dieciséis años). Está también Tzen Tz Yung Clara (veintidós años). Miguel Arduino, obispo sucesor de mons. Versiglia, atestiguó: «A los jóvenes y las jóvenes que venían al colegio o volvían a sus familias, los acompañaban siempre los misioneros. Los padres ponían esta condición a los misioneros para dejar salir a sus hijas. En este caso, los dos jóvenes maestros, sus hermanas y la catequista habían esperado a propósito para hacer el viaje con el obispo y don Caravario y para estar protegidos de las posibles agresiones de los piratas».
Estas precauciones se debían a los tiempos tristísimos que aquella región de China estaba atravesando. En estos tiempos también los extranjeros arriesgaban su vida. Se les llamaba con desprecio «diablos blancos», y se les odiaba por el largo período en el que ingleses, alemanes y americanos habían saqueado, de modo inhumano, China. A los misioneros, a pesar de ser extranjeros, los amaba la gente más pobre: en los momentos de saqueo las misiones eran lugar de refugio para quien no tuviera otro.
El día después, 25 de febrero, mons. Versiglia y don Caravario celebraron la misa. Luego todos subieron a la barca que debía navegar contracorriente hacia el norte sobre el río Lin-chow, y llevarlos a la misión de Lin-chow, donde les esperaba la pequeña comunidad cristiana de don Caravario. Eran las 7.00 de la mañana. Si el viaje en tren había durado ocho horas y media, el de la barca (para recorrer una distancia casi igual) se preveía que duraría siete días.
Mediodía. Sobre la barca se reza. De repente se oye un grito áspero: «¡Paren la barca!». Aquella decena de hombres está ya cerca. Apuntan con fusiles y pistolas. Gritan: «¿A quién llevan ahí?». El barquero responde: «Al obispo y a un padre de la misión». Gritan: «No pueden transportar a nadie sin nuestra protección. Los misioneros nos tienen que pagar 500 dólares en billetes europeos, de otro modo los fusilaremos a todos».
En aquellos tiempos, pagar de trecho en trecho un peaje a lo largo de los ríos llegó a ser una triste costumbre. Pero 500 dólares es una cifra enorme, disparatada. Nadie lleva tal cantidad en un viaje.
Se ye enseguida que se trata de un pretexto para arrestar a los viajeros de la misión. El obispo dice a don Caravario: «Diles que somos misioneros, y por lo tanto, no llevamos con nosotros tanto dinero».
Apenas escuchan la respuesta, los piratas saltan sobre la barca y la registran. Cuando los bandidos descubren a las muchachas, gritan: «¡Nos vamos a llevar a sus mujeres!». Don Caravario clarifica: «No son nuestras mujeres, sino nuestras alumnas, a las que acompañamos a sus casas». Con modos corteses los misioneros mantienen a los bandidos fuera de la barca. Cierran la entrada con sus cuerpos. Entonces los piratas gritan: «¡Vamos a quemar la barca!». A una distancia de unos pocos metros está parada una barca llena de madera. Acarrean algunas ramas sobre la proa y les encienden fuego. Pero la leña es gruesa y está verde, con dificultad para encenderse, y el obispo logra apagar las primeras llamas. Furiosos, los piratas sacan las ramas más gruesas y verdes y con ellas inician una terrible tanda de azotes sobre los cuerpos de los misioneros.
Después de muchos minutos, sangrando y desvanecido cae el obispo. Don Caravario resiste todavía algún minuto más, luego también él cae murmurando: «Jesús, José y Maria…». Los bandidos se lanzan sobre las mujeres. María atestiguará: «Con toda mi fuerza me agarré al brazo izquierdo del obispo, que estaba caído. Pero los ladrones me golpearon la mano con un palo y nos llevaron fuera. Grité: «¡Señor, sálvame! ¡Auxiliadora, ruega por mí! Jesús, José, María…».
En tierra, los piratas ataron a los dos misioneros después de haberles registrado y robado todo lo que llevaban. Sobre el triángulo de hierba del encuentro de los dos ríos, echaron a los misioneros y a las mujeres, presa todos del dolor y de la angustia. «Nosotros tenemos que matarlos —gritó uno a los misioneros—. ¿No tienen miedo de morir?» El obispo respondió: «Somos misioneros. ¿Por qué íbamos a tener miedo de morir?».
Mientras tanto, sobre el río se consumaba la tragedia. María atestiguó: «Estaban separados de los misioneros no más de tres metros. Vi que don Caravario, con la cabeza inclinada, hablaba en voz baja con el obispo». Se estaban confesando mutuamente. «El obispo y don Caravario nos miraban, nos señalaban con los ojos el cielo y rezaban. Su aspecto era amable y sonriente, y rezaban en voz alta.»
A una orden de los piratas, los misioneros se encaminaron por la vereda que sigue el curso del Shiu-pin. Algunos curiosos los miraban desde los edificios cercanos. Uno de ellos oyó que el obispo decía a los bandidos: «Yo soy viejo, mátenme si quieren. Pero él es joven. ¡No lo maten!».
Las mujeres, mientras eran empujadas hacia una pagoda blanca, oyeron cinco tiros de fusil. Maria atestigua: «Después de unos diez minutos los asesinos volvieron y dijeron a sus compañeros que les habían disparado cinco tiros de fusil». «Son cosas inexplicables —dijeron—. Hemos visto a muchos. Todos tienen miedo a la muerte. Por el contrario, estos dos han muerto contentos, y estas muchachas no desean más que morir…» Eran las primeras horas de la tarde del 25 de febrero.
El domingo por la mañana, 2 de marzo, los soldados regulares, puestos sobre aviso por uno de los bandidos que casualmente había sido arrestado y había denunciado a los cómplices, llegaron a las cuevas de los bandidos. Tras un breve tiroteo, los bandidos huyeron abandonando a las muchachas.
Entre tanto don Cavada y don Lareno (secretario del obispo Versiglia), acompañados por el jefe de la policía de Shiu-pin, habían encontrado los restos de los mártires. Ambos tenían la cabeza destrozada.
En la noche, las tres muchachas liberadas del encierro se arrodillaron para rezar delante de los despojos mortales de los dos misioneros que habían dado su vida por defenderlas.
La carta que don Calixto había escrito a su madre el 13 de febrero (12 días antes de ser asesinado), madre Rosa la recibió después de que los salesianos, con la máxima delicadeza posible, le habían comunicado el martirio de su hijo. Aquella carta, que guardamos con veneración, tiene las palabras ligeramente borrosas por las lágrimas de madre Rosa.
Don Calixto le decía: «¡Ánimo, mi buena mamá! Pasará la vida y se acabarán los dolores: en el Paraíso seremos felices. Nada te turbe, mi buena mamá; si llevas tu cruz en compañía de Jesús, será mucho más ligera y agradable…».
Tomado del libro: «Familia Salesiana, Familia de Santos». Teresio Bosco S.D.B.
Podemos preguntarnos: ¿qué es lo que hace grande a Ceferino? ¿Por qué la Iglesia ha reconocido la heroicidad de sus virtudes?
1. “Sin mí, nada pueden hacer”, dice Jesús. En esta realidad, estuvo fuertemente anclada el alma de Ceferino, dotado de una sensibilidad religiosa típicamente mapuche, transfigurada por el Evangelio. Jesús es una presencia, podríamos decir “tangible” en su experiencia cotidiana. Porque aparece muy claro que, desde que Ceferino comienza a entender el sentido del misterio cristiano, vive, diariamente, “en la presencia de Dios”. Pero, sobre todo, vive muy intensamente la amistad con Jesucristo. Su espíritu de oración es continuo, atento, afectuoso. “Siente” la cercanía de Jesús. Vibra en el encuentro eucarístico, en la misa de todos los días, en la adoración, en las visitas frecuentes. Lo encuentra, también, como el Mediador que lo lleva al encuentro del rostro misericordioso del Padre, al abrazo del perdón en el sacramento de la Reconciliación. Tenía, además, el proverbial sentido del silencio que posee el indígena, y esa capacidad de escucha que es propia de los creyentes que han entendido por dónde pasa la obediencia de la fe.
2. Vivió pensando en los demás. Otra nota saliente que lo acompañó a lo largo de toda su vida. Desde la primera infancia, en la que se levantaba muy silenciosamente y muy temprano, para aliviar a su madre del trabajo de recoger la leña para los primeros mates, hasta su preocupación por el enfermo que compartía su habitación, en los días finales de su vida. Pero esta actitud fue permanente. Lo llevó a dejar su tribu para estudiar y poder ayudar mejor a los suyos. Estuvo como telón de fondo de su inquietud vocacional. Fue la que lo llevó a tolerar con mansedumbre tantas incomprensiones o rechazos que debió soportar. En fin, se multiplicó en miles de detalles a lo largo de toda su vida.
3. La Cruz de Cristo. La asumió siempre con sencillez y mansedumbre. No se le ahorraron dolores, pero los asumió con entereza y coraje cristiano. Sin quejas y sin reproches. Sin resentimientos ni rencores. Como el servidor sufriente a quien se refiere el Profeta Isaías. Más que de resignación podemos hablar de ofrenda y de consciente aceptación de la Voluntad del Padre. Entendió desde muy pronto, que para poder vivir a fondo el Evangelio de Jesús, había que seguirlo hasta el Calvario.
4. Misionero de su pueblo. Muy pronto también advirtió que, si realmente Jesús es el único que da sentido a la vida de los hombres, bien valía la pena entregarse sin reservas a la causa del Reino. Por eso, su afán apostólico y el deseo de que todos pudieran conocer y vivir la alegría de la fe. Por eso también el deseo de ser sacerdote para poder comunicar a los demás, especialmente a su gente, las riquezas del Evangelio.
5. En las cosas chiquitas de cada día. Ceferino no hizo efectivamente nada extraordinario. No realizó prodigios, no tuvo durante su vida gestos superheroicos. Vivió con sencillez la vida de muchos otros chicos, como uno más en su tribu. O como cualquier otro alumno de los Colegios salesianos por donde pasó. Pero precisamente supo llenar de sentido cristiano, de vigor “espiritual” los pequeños hechos de la jornada. Esto es muy importante como testimonio de que la santidad sencilla es posible. Que no necesitamos apartarnos de nuestra vida cotidiana para vivir nuestra vocación bautismal. Que allí donde estamos y en las cosas concretas que vivimos estamos invitados a la santidad.
6. La presencia de María en la vida de Ceferino. Podemos decir sin temor a equivocarnos que, desde el momento en que Ceferino conoció a la Madre de Jesús, ella se quedó para siempre en su corazón. Son incontables las oportunidades en el que habla de ella a sus compañeros, en que la menciona en sus cartas y se encomienda a su protección. En una ocasión escribió: “yo a los pies de María estaría todo el día”. En particular, su oración estaba totalmente permeada por la presencia de María. Y durante su estadía en Turín, pasa largas horas en el Santuario orando y pidiendo por sus hermanos mapuches de la Patagonia querida. Mandó varias postales del Santuario a salesianos, familias y amigos, recomendando la devoción a María Auxiliadora. Y la inicial de María lo acompaña siempre en su caligráfica firma. Pero pensamos que también María estuvo presente a la hora de vivir los valores evangélicos que ella vivió. Podríamos releer toda la vida de Ceferino precisamente a la luz del Cántico de María (Lc 1, 46-55). Realmente, el Dios que derriba de sus tronos a los poderosos y eleva a los humildes, que colma de bienes a los hambrientos y hace maravillas en los pequeños, pudo realizar en Ceferino, como en María, su designio de Salvación. Esta Palabra se cumplió plenamente en su vida.
P. Ricardo Noceti.
Entrevista ficticia al beato
– ¿A qué se debe que lo llamen el pariente de los pobres?
D.Z. Bueno, no es para tanto; pero se debe creo, al trabajo y acción a favor de los pobres y enfermos de la comarca, desde nuestro hospital San José. El primero en bautizarme así fue un buen paisano, recuerdo que me dijo: »Zatti: usted es el pariente de todos los pobres”.
– ¿Cuál es su profesión?
D. Z. De profesión enfermero pero ese es mi modo de realizar mi vocación de Salesiano coadjutor. Es decir Dios me regaló el don de la vida consagrada en la familia de Don Bosco.
– Nos han llegado comentarios de sus muchas deudas; si es así ¿cuál es la causa y qué lo lleva a no dedicarse a otra tarea?
D. Z. ¿Deudas?, quién no tiene deudas. ¡Todo lo hemos recibido gratuitamente! La gran deuda es con el amor de Dios, que no hace diferencias. Si no me dediqué a otra tarea es porque esto que hago no es obra mía. Soy un simple instrumento en esta obra de Dios a favor de los pobres. Somos religiosos elegidos por Dios para ser signos de su bondad y misericordia. En cuanto a los gastos, siempre hubo desproporción entre las entradas y las salidas. Te doy unos ejemplos: En 1943 recibí un subsidio de 25. 000 pesos anuales, las entradas ascienden a 36.840 pesos; pero los gastos son 63.558 pesos. En la crisis de 1931 fue muy difícil no tener deudas, las entradas son de 35.112 pesos; pero las salidas continúan en progresión, ascienden a 99.542 pesos. La serenidad ante las deudas surge de la certeza de la fe, la Providencia es rica y nunca se deja ganar en generosidad.
– ¿Cuánto era la cuota que pagaban los enfermos por internación?
D. Z: El reglamento es sencillo: «el que tiene poco, paga poco; el que no tiene nada no paga nada”. «La Providencia es rica”.
– Cuentan que en su juventud tuvo un serio problema de salud ¿de qué se trató?
D. Z. Me contagié de tuberculosis, cuidando a un joven sacerdote en Bernal. A raíz de esta enfermedad fui a Viedma por el clima, más favorable y la experta atención del Padre Garrone, director del hospital. Este buen sacerdote me ayuda y me propone hacer una promesa a María Auxiliadora, que si me sanaba tenía que dedicar toda mi vida al cuidado de los enfermos. Así lo hice, y aquí estoy feliz de ser útil al proyecto de Dios en el cuidado de los enfermos.
– ¿Cuándo y cómo se encontró con Don Bosco y la acción de los salesianos?
D. Z. El 13 de febrero llegamos con mi familia a Bahía Blanca desde Italia. Al poco tiempo nos relacionamos con la parroquia. Allí conocí al Padre Carlos Cavalli, con quién desde el comienzo nos entendimos Él fue mi confesor y director espiritual. En mi tiempo libre acudía con gusto para ayudarlo en la sacristía. El me alcanzó una biografía de Don Bosco, que leí con gusto. En la comunidad con el P. Carlos estaba como director el Padre Borghino, el Padre Brentana, catequista, cuya alegría contagiaba; y el laborioso coadjutor Carlos Rosetti.
– ¿Qué vio en ellos que quiso seguir sus pasos?
D. Z: La lectura de la vida de Don Bosco, el testimonio alegre el trabajo pastoral de esos hombres, me llevo a cuestionarme y sentir el deseo de ser uno de ellos. Ya lo ves, aquí estoy, con la ayuda de Dios y de mis hermanos.
– ¿Qué le dijeron sus padres?
D. Z. Después de pensarlo, dijeron: «Si es voluntad de Dios, que siga nomás el llamado divino. Que mire bien lo que hace». En esa oportunidad recuerdo lo que dijo el Padre Carlos: «Artémides será fiel hasta la muerte.»
– En su trabajo con los enfermos ¿qué es lo que más le costaba o sufría? ¿Tuvo miedo?
D. Z. Lo que más me costaba y hacía sufrir es que no siempre podía ayudar a tantos enfermos.
– En su trabajo, ¿estaba sólo?, ¿con quienes compartía ese proyecto del Hospital San José?
D. Z. Cuando llegué a Viedma en 1902, me encontré con mis hermanos salesianos. La comunidad en gran parte estaba formada por hermanos coadjutores, algunos formados directamente por Don Bosco en Turín. El director del hospital era el Padre Evasio Garrone, el Padre Doctor como lo llama la gente. Además de mis hermanos salesianos, están los médicos, las enfermeras y otros colaboradores.
– Entre sus muchos pacientes, ¿a quiénes recuerda de modo especial?
D. Z. Fueron tantos, y cada uno de ellos es alguien muy especial. Entre ellos recuerdo a Ceferino Namuncurá, su dulzura, la sonrisa y su profunda gratitud. Desde Italia me envío una tarjeta con un breve saludo.
– ¿Cómo es el horario de su jornada?
Me levanto a las 4,30 ó 5 horas. Lo primero que hago es encender el fuego. Después voy a la iglesia, meditación con mi comunidad, la Misa. Con gusto dirijo las oraciones. Después a la sala de los enfermos. Disfruto despertarlos cada mañana. Me acostumbré a invitarlos a bendecir a Dios, y enseguida les pregunto ¿respiran todos? A las 12 en la mesa con los hermanos, procuro ser muy puntual, me ayuda el ser encargado de tocar la campana para llamar a mis hermanos. Una pausa jugando a las bochas con los convalecientes. A las 14 horas salgo en la bicicleta hasta las 16 para visitar enfermos, y buscar ayuda. A las 18 lectura espiritual, que con gusto dirijo y ayudo en la bendición con Jesús Eucaristía. Mientras los pacientes cenan, voy a la farmacia. Voy a animar la oración de la noche y las buenas noches a los enfermos. Entre las 19 y las 20 suelo responder correspondencia. A las 20 ceno con la comunidad. Después doy una recorrida por las salas. Si me lo permiten tengo un tiempo para lecturas y a la cama.
– Su entrega no es exenta de dificultades ¿en qué se sustenta? ¿Cuál es el secreto para bendecir y no maldecir?
D. Z. «Hay que saber tragar amargo y escupir dulce». El secreto está en no ponerse en el centro de todo y saber reírse en primer lugar de uno mismo. Es Dios que transforma y sana, anima y nos ama siempre. Seguros de ese amor tan grande como no sonreír, también en las dificultades. El momento más importante para mi jornada es la Eucaristía, allí me fortalezco y renuevo para amar y entregarme por amor a Jesús a todos mis hermanos.
– Su acción se extiende a toda la zona ¿qué nos dice de sus andanzas en la bicicleta?
D.Z. Cuando la compre en el año 1912, me escribió el P Pagliere diciéndome: «cuida de no romperte la nariz». Los pobres enfermos no todos podían llegar hasta el hospital, era necesario llegar hasta sus casas, para aliviar su dolor, y allí partía con mi inseparable bicicleta. Más de una vez me di algún buen porrazo. Montado en mi bicicleta, tantas veces me sentía un Quijote sureño, luchando contra el viento y soñando utopías a favor de mis enfermos.
Marzo de 1855, en el Oratorio de Valdocco.
Hacía seis meses que Domingo Savio estaba en el Oratorio, cuando hubo una prédica sobre el fácil modo de hacerse santo. El predicador se detuvo especialmente en desarrollar tres pensamientos, que hicieron una profunda impresión en el ánimo de Domingo; a saber: es voluntad de Dios que todos nos hagamos santos; es fácil llegar a serlo; hay un gran premio preparado en el cielo para quien se hace santo. Esta predicación fue para Domingo como una chispa que le inflamó el corazón en amor a Dios. Durante algunos días no dijo nada
Durante unos días no era el mismo, no estaba tan alegre como de costumbre, y algunos compañeros se le acercaron para preguntarle qué le pasaba. Continúa narrando Don Bosco:
Yo mismo, pensando que estuviera enfermo, le pregunté si padecía algún mal.
-Al contrario, padezco un bien.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que siento un gran deseo y la necesidad de hacerme santo; yo no pensaba que fuese tan fácil, pero ahora que he comprendido que se puede conseguir incluso estando alegre, lo deseo con todas mis fuerzas, y tengo necesidad absoluta de conseguirlo. Dígame cómo tengo que comportarme para comenzar tal empresa.
Alabé su propósito, pero lo exhorté a no inquietarse, porque con el espíritu alterado no se escucha la voz del Señor; y le dije que yo quería en él en primer lugar una constante y moderada alegría. Después le aconsejé que fuese perseverante en el cumplimiento de sus deberes de piedad y de estudio, y le recomendé que no se olvidase de jugar en los recreos con sus compañeros.
Otro día le dije que deseaba hacerle un regalo, pero que quería que lo eligiese él. Sin pensarlo, me respondió:
– El regalo que le pido es que me haga santo. Yo quiero darme totalmente al Señor y siento la necesidad de hacerme santo, y si no lo consigo, no hago nada. Dios me quiere santo, y debo lograrlo.
Con su deseo de hacerse santo Domingo Savio comenzó a inclinarse hacia un estilo de vida cristiana seria, triste y rara; y Don Bosco le hacía ver que la amistad con Jesús es fiesta, alegría, optimismo, confianza y esperanza.
Era suficiente la frecuencia de los sacramentos, el deber bien cumplido y la ayuda a los compañeros.
No le fue fácil a Don Bosco hacer comprender la auténtica vivencia de la fe a Domingo. Pese a los consejos y prohibiciones claras, en una ocasión descubrió que Domingo dormía en pleno invierno sólo con la colcha.
Le preguntó:
-¿Por qué haces esto? ¿Quieres morirte de frío?
-No. No moriré de frío. Jesús, en la cueva de Belén y en la cruz, estaba menos cubierto que yo.
Desde entonces le prohibió formalmente hacer ninguna penitencia sin su permiso. Domingo quedó triste. Don Bosco le insistió:
-La penitencia que el Señor quiere de ti es la obediencia. Obedece y te basta.
-¿De verdad que no me permite ninguna penitencia?
-Sí. Te permito la penitencia de soportar con paciencia los insultos con que te ofendan, aceptar con resignación el calor, el frío, el viento, la lluvia, el cansancio y todas las incomodidades de la salud que Dios te mande.
-Pero esto se sufre por necesidad.
-Lo que tengas que sufrir por necesidad, ofrécelo a Dios y se convertirá en virtud y mérito.
Después de algunas conversaciones como ésta, Domingo comenzó a practicar lo que Don Bosco le decía y a no hacer cosas raras.
Aprendió a vivir alegre con los sabañones en el invierno y con los calores del verano; a no quejarse por la comida o las incomodidades de la pobreza; a aguantar con paciencia y sin buscar la venganza, los incordios de los compañeros; a estar siempre disponible para quien le pidiese ayuda, y a prestarse voluntario el primero para hacer cualquier trabajo extra.
En base al capítulo X de la Vida de Domingo Savio, escrita por Don Bosco