Vivimos en una cultura de la comunicación que se caracteriza por la abundancia y variedad en las palabras, imágenes y estímulos muchas veces contradictorios entre sí. Esta cultura nos sitúa en un permanente estado de novedad que hace viejo al anterior con gran celeridad. Internet es la mejor metáfora para hablar de la abundancia, variedad y fugacidad de los mensajes. No es extraño que preguntemos si tiene algo que ver la palabra y el silencio.
La situación que atravesamos en la actualidad no se caracteriza tanto por la negación a hablar sobre Dios cuanto por el silencio de Dios mismo. La escasez de oyentes de Dios dentro de la comunidad cristiana es tanto más sorprendente cuanto que en ninguna otra época la Iglesia se ha esforzado más en escuchar y acoger la voz de los hombres.
Parece que una mayor sensibilidad para escuchar el latido de los hombres de hoy coincide con la incapacidad de escuchar a Dios. Como si la atención a los problemas de los hombres y mujeres de nuestra época propiciaran una desatención de Dios.
- Quizás Dios se ha retirado de nosotros para invitarnos a ir en su búsqueda…, mediante la pedagogía del silencio. Mientras lo extrañemos, nos queda la esperanza de no haberle olvidado. Si sentimos su silencio, es que valoramos su conversación.
- El Dios bíblico habla para el pueblo. La voz del Señor congrega al pueblo y crea comunidad. Quizás Dios se está sirviendo de su pesado silencio como pedagogía para obligarnos a descubrir la comunidad como lugar de su Palabra. No escuchándonos en comunidad, impedimos que Dios hable.
- Dios es Palabra. Con un Dios hablador tiene que ser fácil conversar… La esencia dialogante de Dios impone a los fieles la conversación como forma de existencia. Escapar al diálogo con Dios es correr a la muerte. Pero sostener una conversación con Dios exige acoger el imperativo que se le impuso a Moisés: «¡Descálzate!» (Ex. 3,5). Escuchar a Dios pide curiosidad por Dios, acercarse a una zarza que nos fascina.
Escuchar es una cuestión vital; es el primer mandamiento: «¡Shema, Israel!» (Dt. 5, 1). Sin abrir el oído a los demás y sin responderles no alcanzaríamos nunca ser sujetos autónomos y responsables. La conversación con otros nos enriquece, nos modela, nos informa y nos forma. Esto mismo sucede con quien quiera conversar con Dios: dejarse informar y dejarse modelar. Es Dios mismo el que pauta cómo escucharle. Aceptar esa pauta es abrirse al diálogo con Él.
Sin embargo, hay elementos que nos hacen sordos para la escucha de Dios. ¿Cómo se explica que podamos privarnos de algo tan vital? Sencillamente, porque nuestras intenciones, planes, sueños, gustos se anteponen a todo. También a Dios.
Queda claro:
El silencio de Dios es una pedagogía de Dios para despertar el oído de los escuchadores de la Palabra. El silencio de Dios nos hace ver el pecado y el alejamiento que hemos tomado. El desierto en el que nos escondemos, a pesar de todo, es lugar de escucha de Dios. En la Biblia, el desierto no es silencio ni vacío, sino lugar de reencuentro y diálogo veraz con el Dios vivo.