El primer momento de un ciclo vocacional es sumergirse en una pregunta acerca de la propia vida. Por cierto, la primera vez en la adolescencia, esta pregunta tiene toda la carga de radicalidad que es esperable en una pregunta de cuya respuesta “depende toda la vida”. Sin embargo, los siguientes ciclos se inician con preguntas no menos radicales, cuya respuesta suele también involucrar el conjunto de la vida. Cada vez que nos sentimos insatisfechos, cada vez que vagamente anhelamos que algo pase en nuestra vida, estamos en el umbral de un nuevo ciclo vocacional, el cual se desencadena cuando le ponemos conscientemente palabras a la pregunta que nos ronda.
Entrar en posesión de una pregunta es como estar delante del rompecabezas que nos hemos vuelto para nosotros mismos; delante de aspectos dispersos de uno mismo, que aparentemente no tienen relación entre sí. Toda la incomodidad existencial de esta etapa proviene de la necesidad de hacer que las diversas piezas encajen por fin armónicamente.
Este es un tiempo para preguntarse, para indagar para llevar al límite la capacidad de dar con una respuesta plenificadora, pero no es aún el tiempo de encontrar una respuesta. Por ello no es bueno apurar el proceso cerrándolo por decreto. El riesgo consiste en no tener la paciencia de tolerar la frustración de esperar por una respuesta de mayor calidad y cerrar la pregunta anticipadamente, con respuestas conformista, aparentemente más seguras y razonables. Es tiempo de búsqueda, puesto que nadie encuentra una respuesta, nadie da un gran salto sin devanarse los sesos. Pero este esfuerzo no asegura una respuesta inmediata.
De todos los descuidos que hacemos en nuestra cultura contemporánea, el más grave es el descuido de la belleza; el descuido de la capacidad de contemplar la vida como algo extraordinariamente hermoso, porque si no se percibe su belleza, se rebaja la posibilidad de amar la vida. Necesitamos despertar un ardiente asombro ante el misterio de la vida, porque solo así será posible reconocer su belleza, su trascendencia y su milagro. Solo así será posible inclinarnos reverentemente ante ese Dios al que le decimos Padre y descubrir que nuestra vida nació de una voz que nos llamó y que sigue susurrando nuestro nombre, invitándonos a vivir.
No se logra sino haciéndose uno profundamente responsable de su propia existencia, que incluye ser-con y ser-para los demás, porque nada de lo que existe se hace accesible para nosotros sino siempre por y a través de un determinado proyecto de mundo, y donde el proyecto de mundo sufre un estrechamiento, toda nuestra vida se encoge.
La vocación es escuchar, con oído sensible, los mensajes que brotan de las profundidades seminales de nuestra identidad, profundidades que no son puramente internas e individuales, incluyen las realidades externas de la historia y las colectivas necesidades de todos, porque esos mensajes tienen su raíz en el sueño de Dios para la humanidad y para cada uno.
Estamos habituados a pensar en la vocación humana, como una experiencia que expande nuestras posibilidades, que nos hace crecer, que acrecienta hasta el infinito nuestras posibilidades. Eso es también cierto, pero la extralimitación de esta mirada, esconde la otra cara de esta realidad. Lo verdaderamente significativo de la vocación humana es ese "algo" que te da consistencia e identidad, que te define, te demarca y delimita, que te restringe y arrincona en las únicas posibilidades que te son verdaderamente propias.
Necesitamos recuperar la certeza de que no estamos solos, de que la vida y la historia no es un puro azar, renovando nuestra fe en la amorosa Presencia que nos deposita en la vida y nos cuida. Necesitamos una manera totalmente nueva de interpretar nuestra biografía, no tanto bajo el prima de causas y efectos como de llamamientos. No tanto desde el punto de vista de las influencias recibidas como de las revelaciones manifestadas.