"Jesús eligió a otros setenta y dos discipulos y los envió de dos en dos a las ciudades y lugares a donde iba a ir Él". Asumir la misión a la que Jesús nos envía requiere aprender a caminar de a dos. ¿Pero por qué de a dos?
Es que así fue desde el comienzo en la casa de Jesús, también de a dos debieron andar María y José tras el SI a Dios de ambos, su misión de amor asumida y compartida. Primero hasta Belén, el lugar donde Jesús vendría al mundo, y luego hasta Egipto... y luego hasta Nazaret. Lo que se mama desde el hogar (especialmente lo que es bueno), difícilmente lo perdemos: "vayan de a dos".
Ser discípulos misioneros comienza por intentar descubrir los detalles de la vida de Jesús, para imitar su actitud, sus gestos, sus intenciones. Si estamos atentos, reconoceremos que la vida pública de Jesús (esos poco más de tres años que nos narra el Evangelio sobre su anuncio del Reino de Dios) fue el FRUTO de lo que durante muchos años germinó, brotó, creció y floreció en el interior de aquel muchacho, en medio de su experiencia familiar.
Siendo Jesús el mismo Dios, no comenzó por fundar orfanatos u hospitales para anunciar el Reino, no se hizo escriba ni un gran soldado para que su mensaje fuera escuchado y respetado. Empezó por encarnarse en su pueblo, Nazaret (¡durante treinta años!), y vivir primero el mensaje de amor en toda su integridad: empezó por hacer.
Podemos creer que fue un tiempo en que no pasó nada especial en sus vidas, seguramente fue así, entre el trabajo, los vecinos y las tareas propias del hogar y del barrio. Pero no podemos ser ciegos, no olvidemos que allí sucedió ocultamente el aprendizaje de amor más grande de la historia. Allí Jesús aprendió a amar como el Padre. Porque ¿no es la familia desde siempre la escuela de amor de la humanidad?
Ahí comenzó efectivamente la misión de Jesús, en medio de su familia, pobre y obrera como cualquier otra, vecina de otras tantas, con sus ritmos diarios y preocupaciones, pero con una espiritualidad muy especial. María y José debieron aprender a ser buenos compañeros, a valorarse, a soportarse, a reírse de sí mismos. Seguro Jesús conoció el amor de Dios a través de la ternura de sus padres, y también heredó de ellos su experiencia de oración, de discernimiento, de arrojo, de desprendimiento, su sensibilidad por los más pobres, su intimidad con Dios.
La familia de Nazaret es la referencia máxima de santidad para las familias cristianas, la manera de vivir entre tantas otras, como tantas otras, codo a codo las realidades y tareas humanas, pero desde la fe, la esperanza y la caridad.
Cuando el Señor nos llama a formar una familia, nos envía a la misión de proclamar el Evangelio con la vida, ser testigos efectivos del Amor de Dios, cercanos a nuestros hermanos. Se trata de asumir con la espiritualidad del hogar de Nazaret, nuestra misión silenciosa y no sencilla, metiéndonos en el mundo de esta manera, como María, José y Jesús, aceptando y celebrando la realidades que vienen de la Vida, el trabajo, la maternidad, la educación de los hijos, la familia con todas sus obligaciones, el cuidado de la comunidad y los más necesitados, y todo lo que Dios vaya animando en el silencio de la oración, en el calor del hogar. La familia es, porque así lo vivió el mismo Jesús, la cuna y escuela de Amor por excelencia.