La “cuarentena” que estamos viviendo ha movido muchas cosas en cada uno. En el diálogo con varios jóvenes la experiencia de estar “encerrados” viene provocando altos niveles de angustia, enojo y desesperación al tener que reconocer algunos aspectos de sí mismos y de su entorno que no eran visualizados en la “vida normal”. En otros, he percibido un cierto sentido de angustia por no encontrar maneras de fortalecer el compromiso con los más pobres, “encerrados” desde sus hogares y, junto con ello la expresión: “Al menos, puedo rezar por ellos…” con un sabor a conformismo, o poca cosa. ¿Es que rezar es “poca cosa”?
¿Cuántas veces en nuestra “vida normal” añoramos poder parar, detenernos, tener un tiempo para nosotros mismos y nuestra familia? ¿Cuántas veces nos quejamos de la agenda llena y el activismo devorador? ¿Qué nos pasa ahora que tenemos tiempo para vivir más serenamente, para “hacer” más lentamente, para suspender nuestros automatismos? ¿Será que nos encontramos en el silencio con nuestra soledad y no sabemos qué hacer con ella?
La soledad es una experiencia profundamente humana, inherente a nuestra condición, en cualquier proyecto de vida. Freud la explicará desde la visión psicológica como la nostalgia de la seguridad del seno materno perdido. San Agustín nos dará una explicación religiosa: “Nos hiciste para ti Señor y nuestros corazones estarán inquietos hasta que descansen en ti” (Conf I,1.1)
Todas las personas la experimentan de diferentes maneras a lo largo de la vida. Es parte de las crisis de crecimiento. El joven se encuentra un tanto perdido al dejar la adolescencia y empezar a descubrir que tiene que hacerse cargo de su historia, de sus decisiones, de su autonomía e independencia por la que tanto luchó, pero que ahora, hay que aceptar y gestionar en decisiones que son propias y que definen el futuro personal. En esta situación muchas veces el joven se encuentra sin tener con quien compartir esta experiencia. Antes, en la adolescencia, se sumaba a grupos, pandillas, barras como forma de sostenerse y defenderse contra un mundo que “no lo comprendía”, pero ahora, en la juventud, ha llegado el tiempo de las opciones personales y, a veces, esto da miedo, genera angustia, detiene.
Por eso es importante aprender a aceptar que hay un “lugar” que es absolutamente personal: ni de mis amigos, ni de mi pareja, ni de mi familia. Es un “lugar” que hay que aprender a gestionar aceptando la aventura... Ir hacia adelante y hacia adentro, puede ser una riqueza de vida o un punto en que estancarse.
Para algunos la soledad puede ser un “lugar” estéril. Es una soledad que deshumaniza. Es la soledad de la persona que ante lo que vive como una amenaza, una invasión o un desequilibrio, se cierra en sí misma, en su mundo propio y “conocido” y se aísla del contacto con los otros, pero también se “desconecta” de sí mismo. Como seres humanos somos esencialmente con y para los demás. La soledad exagerada nos hace menos sensibles al otro y limita, en pocas palabras, la capacidad de amar. Esta actitud de encierro, de desconexión, de dificultad para escuchar y escucharse en el silencio puede abrir caminos a la patología… Por eso es que tenemos que aprender a transformarla en una soledad habitada.
Habitar la propia soledad, mirarla para irla conociendo, implica una actitud de resiliencia: aprender a resistir, saber tolerarla, llevarla con serenidad y creatividad, para que crezca y germine la semilla del encuentro profundo y de la libertad interior. Esto implica un ejercicio de aprender a amar nuestras sombras. La soledad y el silencio vienen asociados a experiencias muy enriquecedoras en lo humano y en lo espiritual. Así nos lo enseñan nuestros santos. Esto no significa que no esté presente el dolor, la angustia y muchas veces la necesidad de sanación, pero sin dudas, permitirse pasar por este aspecto de cruz, es lo que ayuda a ir más allá, a dar sentido pascual a lo que somos al alcanzar la luz.
La soledad es una experiencia necesaria para crecer en la capacidad de formar relaciones maduras. Para poder vincularme con otro desde un lugar que ayude a crecimiento mutuo, es necesario tener la oportunidad de un proceso de autoconocimiento para ir elaborando el propio sentido de la vida. Quien no puede estar a solas consigo mismo, buscará al otro solo por necesidad,para llenar su vacío (Víctor Frankl). Este proceso de maduración nos lleva a desarrollar una sana interdependencia y autonomía; a medida que nos vamos conociendo vamos pudiendo superar el vivir centrados en nuestras necesidades afectivas; cuanto más puedo registrar lo que me pasa, más puedo hacerme dueño de qué hacer con ello y que interfiera menos en la escucha y el vínculo con el otro.
En los momentos de soledad, ¿es sano buscar la compañía de alguien para aliviarla? Por supuesto; pero esta búsqueda de sostén no tiene que ser un modo de huir de lo que mi mundo interior está diciendo. Es importante poder aceptar eso que me pasa e intentar ponerle nombre: ¿de dónde me viene, qué me dice, qué me genera? El encuentro con otro, puede ser una forma de evasión para distraerme en mi búsqueda o un medio de poder confrontar y poner en palabras ese mundo interior que, justamente viene “desordenado”. Quien no se da este tiempo para significar las experiencias internas y afectivas, termina poniéndolas en acción a través de hechos manejados por el impulso que, aun pudiendo ser muy buenos, carecen de sentido para la construcción del proceso de crecimiento.
El tiempo de silencio y de soledad puede ser también, un tiempo rico para hacer experiencia de Dios. Sin silencio, sin crear espacios de soledad en nuestra semana, es imposible el encuentro con Él. Así nos lo enseñó Jesús. Él, alguien atento y solícito a las necesidades de cada uno de los de su pueblo y a quien las multitudes seguían y empujaban para lograr su palabra o la sanación, experimentó una profunda necesidad de silencio y soledad. Se retiraba a lugares apartados cada vez que podía y, al inicio de su misión pública se retiró cuarenta días al desierto, donde experimentó la tentación.
Si queremos seguir a Jesús, tenemos que seguirlo, primero y, sobre todo, en el desierto. El desierto es el lugar interno de la escucha, la serenidad, la intimidad, la tensión y el deseo. Variarán de acuerdo con las circunstancias personales los modos, pero una vida cristiana comprometida sin silencio y soledad, no ha mirado profundamente al Maestro. Necesitamos encontrar modos de desconectar, en nuestro mundo hiperconectado, del flujo de palabras, sonidos e imágenes que nos acosan. Lo precisó Jesús y lo precisamos nosotros para cultivar lo profundo que es la fuente que mueve nuestro ser. En aquel “lugar”, en lo íntimo de nuestra conciencia, allí está Dios.
Que fácil puede ser para nosotros salesianos dejarnos confundir porque nuestra espiritualidad nos invita a ser “contemplativos en la acción”. Vivir esta dimensión de nuestro carisma, no significa centrar nuestra vida en un apostolado activista ni generar falsas oposiciones entre compromiso y oración, vida apostólica o vida sacramental. No se puede vivir una auténtica vida apostólica comprometida sin espacios de oración. Y no se puede tener una vida de oración sin armarse momentos y espacios de soledad.
Jesús nos enseñó a vivir profundamente nuestro bautismo, desde su dimensión místicoprofética. Si queremos vivir atentos a nuestros hermanos como Jesús nos invitó, estamos llamados a animarnos a la profundidad del tiempo de silencio y soledad. Allí encontraremos nuestra historia, nuestras motivaciones, nuestros sentidos. Estamos invitados a valorarlos, purificarlos, sanarlos, agradecerlos. Y desde allí, desde lo profundo, asumir el compromiso cotidiano de transformación de nuestra realidad.
Ahora es tiempo de “quedarse en casa” … Animate a vivirlo como un tiempo de renovación humana y espiritual para que, habitando tu soledad, estés mejor dispuesto para el reencuentro con los otros que tanto estamos esperando.
- Nolan, Albert (2017). “Jesús, hoy. Una espiritualidad de libertad radical” 8va edic. Cap 8.
- Aizpún, José Javier s.j (2010). “Armando la propia soledad”. Revista ….CEIA Año XLI. N.231.
- Larrosa, J. Experiencia y pasión. En: La experiencia de la lectura: estudio de la lectura: estudios sobre literatura y formación. Fondo de Cultura Económica. México, 2003.