“Soplo de vida, primera luz,
hombres cruzando un planeta azul.
El universo y la eternidad en un tablado…”
Así empezaba el clásico espectáculo 2007 de Agarrate Catalina, “El corso del ser humano”. Y nos sirve para acercarnos a la experiencia de Pentecostés, y en especial a una palabra hebrea que protagoniza la Biblia desde la primera hasta la última página: “la rúaj”. La rúaj es muchas cosas cuando lo pasamos al español, pero digamos que se refiere al aire en movimiento: el soplido de las personas y también el de los dioses, que es el viento, según entendían las antiguas culturas. Este viento es el movimiento primordial del universo, y es entonces signo de la vida que se recrea: no es un detalle menor que en hebreo sea una palabra femenina (si viste la película “La Cabaña” entendés a qué me refiero, y si no la viste, ¡programátelo ya!). Lo cierto es que al versionarse la Biblia en los distintos idiomas, nos llegó “espíritu” como una traducción que quizás no capta toda la fuerza del original.
El soplo de Dios, nos enseña la Escritura, jugueteaba al principio de la creación (Gen 1,2), pero de alguna manera sigue “recreando” todo el universo (Sal 104,30). En particular, la rúaj viene a las personas y las cambia (1Sam 10,6), las hace capaces de lo que no hubieran jamás imaginado. El profeta Ezequiel tiene una visión muy particular: ve un campo de huesos muertos, que representa al pueblo de Dios, y entonces el profeta es invitado a invocar: “Ven, Rúaj, y sopla sobre estos muertos para que vivan” (Ez 37,1-14).
Sobre quien vino esta rúaj de una manera sublime y única fue sobre María, haciéndola madre y transformándola en la primera discípula. Este mismo viento es el que sopla sobre su hijo, Jesús de Nazaret, “lleno del Espíritu Santo” (Lc 4,1) y lo impulsa a compartir la buena noticia con los pobres (Lc 4,18).
Cuando llega la hora de la entrega de Jesús, él les promete a los discípulos un consuelo, un maestro, un defensor, y en la hora de la Cruz, tras decir que todo está cumplido, inclina la cabeza y entrega su aliento (Jn 19,30): desciende el Espíritu sobre María y Juan, que nos representan a todos.
Tras la resurrección, Jesús se encuentra con sus discípulos, sopla sobre ellos y los invita a recibir esta fuerza (Jn 20,22). Pero será cincuenta días después que esta experiencia se concretiza en la vida de los discípulos. Justamente cincuenta días después de la Pascua los judíos celebraban (y celebran) la fiesta de Shavuot: litúrgicamente recordaban la entrega de la ley de Dios a su pueblo por medio de Moisés: para los cristianos esa ley será el amor, que experimentamos en nuestro corazón a través del soplido de Dios. Pero también en el mundo bíblico la fiesta de Pentecostés (así la llamamos nosotros) coincide con la época en que se recogen los primeros frutos de las cosechas, por lo que los campesinos iban al templo también a dar gracias a Dios, y a ofrecer esos primeros frutos, por lo que se la conoce también como la Fiesta de las Primicias. También esta tradición es significativa, pues nosotros tenemos “las primicias del Espíritu” (Rom 8,23) y podemos agradecer por “el fruto del Espíritu”, según la expresión de san Pablo: “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio”. Y, como conectando los dos sentidos de la fiesta, Pablo agrega: “Frente a estos frutos, no hay ley que valga” (Gal 5,22-23).
Tal como nos cuenta Lucas en los Hechos de los Apóstoles, el día de Pentecostés estaban todos los discípulos reunidos, encerrados (no por ninguna emergencia sanitaria, sino más bien por miedo), y experimentaron entonces un gran viento que vino del cielo y llenó toda la casa: es la rúaj de Dios (Hch 2,1-4). Los apóstoles se encienden entonces con un fuego nuevo, que los anima a vivir y a expresarse de una manera distinta: ¡los que los ven y escuchan piensan que los discípulos están borrachos! (Hch 2,13). A partir de esta experiencia, los empuja una nueva fuerza que los impulsará a ir a más: más allá de sus posibilidades, de sus dificultades, de su cultura, de sus prejuicios, de los aparentes límites de su religión. El viento de Dios empuja a las comunidades a comenzar las primeras misiones (Hch 13,4), ayuda a los apóstoles a tomar las mejores decisiones para la comunidad (Hch 15,28), y por eso Juan no duda en escribir siete veces: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Ap 2,7.11.17.29;3,6.13.22).
Como el viento, que sopla donde quiere (Jn 3,8), así son, desde aquel tiempo hasta hoy, los discípulos llenos de la rúaj de Dios: van hasta los confines del mundo, hasta las periferias de la sociedad, hasta las profundidades del corazón, para que el soplo de vida encienda el fuego del amor y la llama vaya pasando de generación en generación.
El soplo de Dios, “que habló por medio de los profetas” como dice el Credo, ha hablado y actuado a través de los tiempos. Es difìcil decir “¡está aquí!” o “¡aquí no!”, porque se escabulle, sorprende y no se deja aferrar ni manipular. No vemos al viento, vemos lo que este viento mueve: vemos mujeres y hombres que se arriesgan a ir a más, que nadan contracorriente, que se la juegan mucho más allá de lo que se espera de ellos. Hombres y mujeres que apuestan por la comunión y el diálogo, que no se conforman con la tibieza ni la mediocridad, que se la juegan por el último, que ponen en el centro a los que no cuentan para el mundo, que se conectan con la Creación y la cuidan. Y no hablo de superhéroes ni santos de estampita: el espíritu prefiere actuar en los que casi todos consideran débiles y locos, para que se note más que no se trata principalmente de méritos ni esfuerzos, sino de regalo y gracia. Están cerca tuyo, en tu barrio, en tu oratorio, en tu comunidad, entre tus compañeros de estudio o trabajo: es la “santidad de la puerta de al lado”, como le gusta decir al papa Francisco, ese lugar donde le gusta soplar a la rúaj de Dios.
Este soplo de vida quiere hoy, nuevamente, hacer el milagro. Tiene el poder para renovar el mundo, o para transformar un pedazo de pan en el cuerpo entregado de Jesús… ¿cómo no va a poder, si lo dejamos, agrandar nuestro corazón y hacerlo más alegre, más jugado, más lleno de ternura y empatía? Como dice la murga, el universo y la eternidad están en en el tablado, para cantar hoy nuevamente la canción de vida abundante que el Creador compuso. ¡Unámonos al coro! ¡Ven, soplo de Dios! ¡Ven Espíritu Santo!