Nadie duda hoy de que Don Bosco fue un santo, un gran santo. Por eso llaman la atención algunas de las objeciones que durante el proceso de canonización se presentaron contra su santidad. Para entenderlas, hay que partir de que, aunque se sepa que no todos los santos son iguales, sucede frecuentemente que los hombres, consciente o inconscientemente, miden la santidad de una persona confrontándola con la idea de santidad que tiene en su imaginación.
Don Bosco era un hombre que vivió toda su vida cristiana caminando por caminos desacostumbrados, saliéndo-se del marco habitual. Esto lo hacía grande a la vista de todos, pero no necesariamente santo a la vista de algunos. No hay que pensar, sin embargo, que los que tuvieron el deber de juzgar la vida y las obras de Don Bosco en los procesos de beatificación y canonización los hicieran con mala intención. Declarar a uno santo era, y es, una cosa muy seria, que tiene una gran trascendencia espiritual para la vida de la Iglesia, pues supone convalidar un modo de ser cristiano y de vivir auténticamente el Evangelio.
De las varias objeciones que los censores, o «abogados del diablo», presentaron en el proceso una muy llamativa es la falta de oración: ¿cuándo rezaba Don Bosco? La pregunta apuntaba hacia los momentos de oración, es decir, al hecho de que por sus múltiples ocupaciones a Don Bosco no le quedara el tiempo suficiente para dedicarse a la oración. Incluso había tenido que pedir la dispensa de rezar el breviario (la oración litúrgica abreviada en un libro, que tienen obligación de rezar los sacerdotes). Una objeción importante en aquella época, pues no se concebía un santo sin una prolongada vida de oración.
Hoy lo importante para una persona de acción no es el tiempo material que dedica a la ora-ción, sino el ser un hombre de oración. Ciertamente no faltaron en la vida de Don Bosco momentos intensos de oración: las prácticas de piedad hechas con seriedad; la preparación y la acción de gracias antes y después de la misa; el recogimiento en su cuarto, los Ejercicio Espirituales hechos y dirigidos por él, etc. La dispensa del rezo del breviario, no fue por falta de tiempo para rezarlo, sino por la imposibilidad de hacerlo debido a la enfermedad de los ojos.
Sin embargo, para contestar a la comprometida objeción de la aparente falta de oración, los defensores de la causa, en lugar de aducir numerosos testimonios sobre la oración de Don Bosco, tuvieron el acierto de ir a la raíz de la cuestión. Examinaron a fondo su experiencia religiosa, a la luz de algunos elementos esenciales de la ascética clásica y de la enseñanza de autores bien acreditados, y llegaron a la conclusión de que toda su vida, los dones sobrenaturales recibidos, los actos externos realizados, su perfecta conformidad a la voluntad de Dios, la excelencia de su caridad, etc., se deben a una perfecta correspondencia al don de la contemplación y al ahaber conseguido una mística unión con Dios. En resumen, la respuesta a la pregunta ¿cuándo oraba Don Bosco? estaba en el cambio de la pregunta, atribuido al mismo Pío XI, ¿cuándo no oraba Don Bosco?
La apertura de Don Bosco a la sociedad y a la modernidad tenía un claro reflejo en la distribución de tiempos en la jornada. El ideal del santo clásico era distribuir el día en tres tiempos iguales: un tercio para la oración, un tercio para el trabajo, un tercio para el reposo. Don Bosco no compartía ese ideal. Por el contrario, era muy sensible a la acusación que los anticlericales esgrimían contra los frailes, de que vivían del trabajo de los demás. Don Bosco sentía horror a que sus salesianos fueran acusados de parásitos. Por eso no quiso ni para él ni para su Congregación ni siquiera el lema benedictino de trabajo y oración, sino el de trabajo y templanza. El espíritu de oración debía impregnar toda la jornada, pero las prácticas de piedad no ocuparían más que una pequeña parte. Al trabajo, en cambio, había que darle mucho más tiempo en el día y debía ser hecho con responsable intensidad. Es decir, Don Bosco creía en el valor de la acción y tenía un sentido realista de la caridad, que se concretiza en los hechos. Por eso trabajó sin reservas. Descansaremos en el paraíso, solía decir. Murió gastado, consumido por su trabajo. Cumplió a rajatabla su lema de trabajo y templanza, un binomio inseparable, que lo acompañó durante toda su vida y que defendió y tradujo en práctica la vitalidad de su caridad apostólica. Lo tenía tan claro y lo practicaba tan visiblemente que podía decir: «A la Congregación Salesiana se entra para trabajar: los holgazanes no son para nuestros noviciados».
En Don Bosco no existió dicotomía alguna: el gran amor a Dios lo hacía amar y trabajar incansablemente por los necesitados. Pese al enorme trabajo, Don Bosco supo armonizar su vida interior y el servicio de los jóvenes, la unión con Dios y el compromiso educativo, la profunda espiritualidad y el Sistema Preventivo. No era nada nuevo, sino la más pura espiritualidad evangélica, aunque no todos fueran capaces de verlo. Y en Roma o en Turín muchos no aceptaban o no entendían esta forma de vivir la santidad.