José Ignacio Barbosa (22 años) recuerda su primer día en el Liceo Salesiano “Monseñor Lasagna” de Melo, y a aquel adolescente que venía de Quebracho (un pequeño pueblo del departamento de Cerro Largo), y que no conocía a nadie. De a poco lo invitó a participar de las charlas de sus amigos, a tomar un mate, y se fueron acercando hasta que se hicieron grandes amigos.
También rememora a aquellos dos niños fatales que iban por el Oratorio que desarrollaban en la Obra Social “Picapiedras” de esa ciudad. “Eran terribles, precisabas tres animadores para ellos solos, pero al final del año terminaron repartiendo la merienda con nosotros, y felices de poder compartir con los demás”, cuenta Barbosa al ilustrar el cambio que percibió en esos niños.
Esos valores –integrar al nuevo, compartir, el diálogo, la solidaridad, la amistad- que sus padres le inculcaron y los Salesianos le ayudaron a grabar a fuego, fueron los que le permitieron integrarse cuando se trasladó a Montevideo para continuar con sus estudios. La integración le costó pero sentía que no estaba solo y que “no podía bajar los brazos”, asegura.
“Entré en un grupo en el que ya se conocían todos, el único nuevo era yo, pero llevaba el mate y fuimos compartiendo con el resto”, dice. Su participación en el Oratorio de los sábados en el barrio Maracaná fue otra manera de integrarse y de hacerse amigos.
Desde su visión “salesiana”, “la esencia del oratorio pasa por compartir lo que se tiene con los demás -tiempo, amistad, y también la fe- y todo eso hace que se vayan con una alegría que se les ve en la cara”. “La integración pasa por la fe, vivirla y compartirla: no te vale de nada vivirla si no la compartís”, asegura este joven que combina su trabajo en la empresa EGA, en Tres Cruces, con sus estudios de Medicina.
La experiencia que relata Barbosa se encuadra en lo que diferencia a “los lugares” de los “no lugares”. Según la teoría desarrollada por el antropólogo francés Marc Auge, no lugares serían, por ejemplo, los shopping, los aeropuertos, los supermercados, esos lugares donde circulan decenas o cientos de personas que se cruzan sin interactuar. Pero también pueden ser no lugares colegios, instituciones, empresas, que se convierten en lugares inhóspitos, donde no hay espacio para el encuentro, y donde los jóvenes no encuentran un lugar donde ser amigos, donde amar, donde proyectarse.
Auge cree que la “sobremodernidad” (otro concepto que desarrolla para referirse a la nueva relación con los espacios del planeta, y la nueva individualización) es la responsable de borrar los lugares propicios para el encuentro y de crear otros en donde el hombre pareciera destinado a estar solo, callado, envuelto en su individualidad.
Al respecto, el Doctor en Comunicación y periodista Luciano Álvarez, explica que “el lugar”, en contraposición con el “no lugar”, “va directamente al centro de la figura de Don Bosco y de sus enseñanzas”. Los dos años que pasó en el Juan XXIII –formó parte de las primeras generaciones del Colegio-, le permitieron vivir en carne propia esa experiencia de “lugar” que acoge, y tan así fue que lo definió como “un shock”.
“Cuando San Juan Bosco crea los oratorios festivos crea una sensación de comunidad que es distinta a lo que se puede ver en otros ámbitos de la Iglesia, donde se puede percibir el `afíliate y baila´, como decían los comunistas: `Te traigo a la parroquia para engancharte´. Pero la idea del Oratorio es otra, compartir con otros, es una forma de oración, y de vincularse con algo que nos trasciende”
Desde su visión del tema, “los lugares” son un acto de fiesta “cuyo destino tiene una función mediadora y no finalista”. “Son en sí mismo un valor que me parece fundamental. Creo que justamente esa es la ruptura con el no lugar”, agrega.
Álvarez señala que las instituciones “suelen equivocarse al generar lugares”. “¿Qué mayor alegría debería ser para un docente transmitir la pasión por el conocimiento que transmiten? Recomendarle a los alumnos ver una buena película y disfrutar viéndola en clase con ellos”.
En ese sentido, puso el ejemplo de un docente que tiene que enseñar sobre la figura de Otelo, el personaje de la obra teatral de Shakespeare, y de cuánto mejor es enseñarlo desde la reflexión. “Si yo planteo en clase a los alumnos que piensen en personas como Otelo, que viven enfermas por celos, seguramente aprenderán mejor, se trata de generar empatía con la cuestión que se está enseñando. Uno ve a Shakespeare y piensa ‘acá están las pasiones humanas más fuertes’, y hay que poder transmitirlo”, dice.
El Doctor en Comunicación cree que “las instituciones no lo hacen y equivocan el camino”. En ese sentido puso el ejemplo de una institución religiosa que decidió explorar la religiosidad de los funcionarios y docentes, y envió a una persona a preguntarles si iban a Misa. “Ese es el camino corto, burocrático y malo”, señala.
La Licenciada de Comunicación y Cultura Contemporánea de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, Susana Sanguinetti, explica que la propia existencia puede ser un no lugar cuando la persona se evade, o cuando llega a su casa y se encierra en la soledad de su habitación para meterse en el mundo de la computadora y en las redes sociales.
“El lugar antropológico es lugar de encuentro, de cruce. Pueden ser itinerarios que pasan y recorren distintos lugares de reunión, caminos que conducen de un lugar a otro en los cuales los individuos se reconocen dentro de un espacio que le es propio; encrucijadas donde los hombres se citan; lugares de reunión como los mercados, ciertas plazas, ciertas calles, siempre las mismas, donde bailan los celebrantes espontáneos en carnaval”
En contraposición, afirma que el “no espacio es el lugar de paso, el que no da lugar al diálogo, ni siquiera a la mirada detenida. Es el lugar donde hay que apurarse a caminar, porque si no lo atropellan los que vienen atrás. Es la máquina que contesta (…), el semáforo que saca fotos y la máquina expendedora de tickets para ingresar al aeropuerto y luego la máquina que se lleva las maletas”.
Pero Sanguinetti va un paso más y afirma que los no lugares “son más bien lugares interiores propiciados por lugares de afuera, en donde el hombre se evade, donde quiere no ser más, donde quiere no pertenecer, ser uno más no diferenciado. Como el adolescente que en algún momento quiere irse no le importa adonde pero solo, donde nadie lo conozca, ni lo asfixie con cariño ni con requerimientos”, ejemplifica.
Para la experta sucede eso también cuando “el tiempo de trabajo” lo invade al hombre de forma tal que no puede pensar en ninguna otra cosa, y cuando su vida está dominada por “los actos rituales del trabajo”. De ese modo, la persona puede seguir pensando sin ver, ni oír, “envuelto herméticamente en su individualidad”.
Desde esa actitud, “el camino hacia la casa no es ni itinerario ni encrucijada sino simplemente trazado de cemento que lo lleva a un lugar. A la casa, su casa, lugar antropológico sin resquicios de duda, que deja de serlo cuando el hombre se pone la ropa de entre casa, una sonrisa amplia o un ceño fruncido, prende el televisor o la computadora y se esconde detrás de la imagen ajena para seguir pensando sin interferencias, anónimamente, en soledad o en soledad acompañada, igual que lo hizo esa mañana en la sala de espera de un aeropuerto”, concluye Sanguinetti.
Sobre el punto de “esconderse” en la tecnología, Álvarez dice que no se anima a asegurar si durará para siempre o terminará agotándose.
“La gente va a necesitar el contacto personal, cuando estás en contacto con el otro ser humano, percibís y sos percibido, desde el perfume que tenés, hasta los gestos. En las redes es distinto, podés decir cualquier disparate que no tiene costo. Pero la interacción humana tiene costos y beneficios”
Luciano Álvarez