Uno de mis ejercicios preferidos -en clase y en la vida en general – es tratar que cada uno intente localizarse en otro momento y en otro lugar. Por ejemplo, vamos a tratar de pensar cómo era la vida cotidiana para un granjero en el siglo X, sobre todo en relación a lo que ese granjero sabía del mundo que lo rodeaba.
Nosotros hoy estamos muy acostumbrados a mirar por la ventana y a entender. Miramos por la ventana: vemos árboles, vemos nubes, vemos pavimento, vemos autos que se mueven, y entendemos. Entendemos por qué los árboles tienen hojas, sabemos que tienen clorofila, sabemos que tienen hojas perennes u hojas caducas, sabemos que las nubes están compuestas de vapor, etcétera, etcétera. Sin embargo, un granjero en el siglo X miraba y no sabía, no entendía.
¿Cuál es la diferencia entre nosotros y ese granjero del sigo X? La diferencia es que para nosotros hoy el mundo está lleno de certidumbres, de certezas, de cosas que sabemos, y eso de alguna forma nos empodera, nos da una cierta sensación de “dominio”. Tenemos las cosas controladas porque conocemos por qué suceden los acontecimientos. El granjero del siglo X no tenía esa certidumbre. El granjero del siglo X tenía incertidumbres.
Lo que se genera cuando nosotros tenemos más incertidumbres que certidumbres es un sentimiento de respeto y, sobre todo, cierta humildad que acompaña ese respeto, porque no sé qué es lo que va a pasar.
El mundo moderno tuvo un gran auge de conocimiento, sobre todo en el ámbito científico, y ese auge dotó al hombre moderno de una gran soberbia. Soberbia que, lamentablemente -en el análisis que hacen muchísimos filósofos contemporáneos como Adorno, Horkheimer, Marcuse, Bauman-, culminó en acontecimientos como la bomba atómica, que dieron cuenta de la gran capacidad del conocimiento del hombre pero también de su gran soberbia.
El gran llamado de la filosofía contemporánea es un poco a recuperar el desconocimiento, sobre todo para recuperar esa humildad y ese respeto por el otro, por lo otro, que genera lo desconocido. De todos modos, una cosa es conocer y otra re-conocer, no como un conoci-miento que se realiza por segunda vez sino como una profundización e interiorización del conocimiento, por “primitivo” que sea. Ello requiere esfuerzo, humildad y respeto, como venimos diciendo. A su vez, implica tiempo y espacios que deben compartirse, darse lugar.
Estas consideraciones conectan con la noción de “no lugar” del antropólogo Marc Augé, ya que se refiere a ellos como espacios de gran escala de nuestros tiempos contemporáneos que están pensados para circular, pero no para detenerse y reconocernos: aeropuertos, shoppings, grandes metrópolis, etc. Circular para no encontrarse con lo desconocido, circular para evitar al otro y el otro se vuelve un extraño. Son espacios que profundizan el anonimato, diluyendo las causas comunes, y en los que la convivencia se regula básicamente por pautas de consumo.
Potencialmente, todo lugar se puede volver “no lugar” si nuestras prácticas no forjan sujetos protagonistas en la historia que se reconocen como tales, precisamente, en una relación mutua: un aula de una institución educativa, un espectáculo musical, una cena familiar, la celebración de un sacramento, un grupo de reflexión, la experiencia del voluntariado, el viaje en un ómnibus, el ejercicio físico en un gimnasio. Podemos estar próximos, pero no hay prójimo. El desafío está no solo en circular, sino en habitar. Como aquel hombre del siglo X en su granja.
Artículo de Lic. Javier Mazza (Docente de Antropología filosófica y cultural en UCU).
Publicado en el Boletín Salesiano de uruguay en marzo de 2018.