El primer aspecto que nos llama la atención en la santidad de Don Bosco, y que está en él como para ocultar el prodigio de la intensa presencia del Espíritu, es su actitud de sencillez y de alegría que hace parecer fácil y natural lo que en realidad es arduo y sobrenatural» (E. Vi-ganó).
El gozo, del que la alegría es su manifestación o explosión exterior, forma parte de la santidad cristiana. Es, en efecto, como se expresa Pablo VI en su Exhortación sobre la alegría Gaudete in Domino, participación espiritual en el gozo insondable, humano y divino a la vez, que se encuentra en el corazón de Cristo glorificado (...). Aquí abajo brota de la celebración conjunta de la muerte y de la resurrección del Señor».
Es el gozo que el Espíritu Santo infundio en María, en su prima Isabel, en Simeón, en Jesús. Santos tristes no existen: serian tristes santos, decía San Francisco de Sales. «El demonio – repetía a su vez Don Bosco- tiene miedo de la gente alegre».
Pero no todos los santos han manifestado su alegría del mismo modo. Las vidas de Santo Tomás Moro, de San Felipe Neri, de Don Bosco, están tan rebosantes de alegría que podrían ofrecer materia para una teología de la alegría.
Tanto cuando bromea, como cuando habla de cosas serias o cuando reza, Don Bosco da color a la vida y difunde alegría. «Podía leerse la alegría en sus ojos luminosos y profundos, en su rostro invariablemente sonriente, fascinante e inolvidable» (P. Albera).
Se podía ver en sus ocurrencias, llenas de agudeza y buen humor. Después del disparo que por poco le mata, exclamo: « ¡Pobre sotana mía! Lo has pagado tu». Decía: «Vayan las cosas como se quiera, con tal que vayan bien». «En cuanto encontremos un buey sin amo, quiero que estemos alegres». Repetía: «Laetare et benefacere e lasciar cantar le passere» (Alegrarse y hacer el bien y dejar que canten los pájaros).
A un muchacho descalzo le dice: «Ven a Turín; allí haré que te arreglen los zapatos». No perdió el buen humor ni en el lecho de muerte: «Viglietti, dame un poco de café helado, pero que esté muy caliente».
La alegría amplia y profunda que rezuma de la persona de Don Bosco es, como escribe E. Viganó, muchas cosas a la vez:
«Es el gozo de vivir, manifestado en lo cotidiano; es la aceptación de los acontecimientos como camino concreto y atrevido para la esperanza; es la intui-cion de las personas con sus dones y sus limitaciones para formar familia; es el sentido agudo y practico del bien con la intima convicción de que es (en nosotros y en la historia) más fuerte que el mal; es el don de predilección por la edad juvenil, que abre el corazón y la fantasía hacia el futuro e infunde una flexibilidad inventiva para saber asumir con equilibrio los valores de los tiempos nuevos; es la simpatía del amigo que se hace amar para construir pedagógicamente un clima de confianza y de dialogo que lleva a Cristo; es un emparrado de rosas que se recorre cantando y sonriendo, aunque bien provistos de zapatos que defiendan de las numerosas espinas».
La juventud siente con mayor frescor el halo de la felicidad. Don Bosco lo había comprendido, desde que, juglar y saltimbanqui improvisado, sabia mantener alegres a sus jóvenes amigos para hacerlos más buenos. Estudiante en Chieri, había fundado la «Sociedad de la alegría». Finalidad: tener alejada la «melancolía y estar siempre alegres; cumplir con exactitud los deberes escolares y religiosos». Pero todo Oratorio suyo o instituto se convertirá en una «Sociedad de la alegría» y en toda reunión, el mismo imprimirá la dirección de la alegría; despedirá a sus amigos con un «Está alegre» que los hacía saltar de contento.
«Puede decirse que no paso ni un solo día – escribe J .B. Lemoyne – sin que, con modales chistosos o narraciones amenas, excitase la hilaridad, o en las reuniones públicas o en las charlas a los alumnos, o en los corrillos que formaban a su alrededor sus salesianos o sus jóvenes, en los viajes, en las casas o palacios de los ciudadanos, en una palabra, donde quiera que apareciese».
La alegría es el «undécimo mandamiento de las casas salesianas» (A. Caviglia). Es uno de los grandes secretos del sistema preventivo. Como San Felipe Neri, Don Bosco no se cansó nunca de repetir a sus jóvenes: «Estén siempre alegres»; «Sirvan al Señor estando alegres»; «Vivan con la mayor alegría, con tal que no cometan pecados».
Guiado por la experiencia y por una segura intuición pedagógica, sabía que para crecer bien, en el espíritu y en el cuerpo, los jóvenes tienen tanta necesidad de alegría como de pan. «La alegría corresponde, en grado altísimo, al tono general de la vida del niño y del joven. Niños y adolescentes pueden crecer bien solo en ambientes donde exista mucha alegría y una atmosfera de serenidad general» (M. Keilhacker). ¡Qué bien lo había comprendido el Santo!
«Don Bosco —escribe P. Braido—, mucho más comprensivo e intuitivo que muchos padres, sabe y comprende que el niño es un niño y permite y quiere que lo sea; sabe que la forma de vida del muchacho es la alegría, la libertad, el juego, la ―sociedad de la alegría». Sabe que, para una acción educativa normal y profunda, el muchacho debe ser respetado y amado en su espontaneidad, que no consiente opresiones, coacciones ni violencias».
Un verano, hacia la mitad de los años cincuenta o poco antes, Don Bosco se llevo consigo a la quinta del barón Bianco de Barbania, en Caselle, para unas breves vacaciones, a cuatro o cinco muchachos entre los que más se lo merecían. Cuando, por la noche, subían la escalera que los conducía al descanso en las salas de arriba, iban precedidos por un lacayo que llevaba en la mano un candelabro doble encendido. Corriendo velozmente el vivacísimo Cagliero se le acerco y de un soplo apago las dos velas dejando a todos en la oscuridad. El barón no oculto su contrariedad; pero Don Bosco, con voz dulce y confidencial, lo sereno murmurándole a la oreja: «A son másná! (¡son muchachos!). Compadezcámoslos». El relato es de viejos salesianos, pero cuántos, más significativos, se encuentran en su vida.
En estas afirmaciones se descubre a Don Bosco; él, que siempre se prodigo para que no faltase a los jóvenes la alegría desbordante de los recreos bulliciosos, del deporte, de los paseos, de la música, del canto, del teatro, de la gimnasia. Mientras se lo permitieron sus fuerzas, cuando estaba en casa, era él mismo el alma del recreo. La última competición en carrera, en que tomó parte, se remonta al año 1868; tenía cincuenta y tres años, sus piernas ya estaban hinchadas, pero todavía conservaba una agilidad maravillosa. El día de carnaval en el Oratorio se enloquecía de alegría. La crónica de Don Ruffino describe el horario del día: Misa temprano, después desayuno y hora y media de juegos; comida especial con vino y fruta; por la tarde, recreo con los tradicionales bastonazos a las piñatas, clase por clase; seguían las Vísperas, alegradas con el chispeante diálogo entre el teólogo Borel y Don Cagliero, y la Bendición. Teatro y cena especial cerraban la jornada. Después de las oraciones de la noche y la palabra paternal de Don Bosco, rendidos, pero con el alma rebosante de alegría, los jóvenes se retiraban a descansar. Don Bosco quería enseñar con hechos que se puede estar santamente alegre sin ofender al Señor.
Secundando a los jóvenes en las cosas que les gustaban, Don Bosco conseguía hacerles amar aquéllas a las que ellos no se sentían inclinados por naturaleza, como el estudio, el trabajo, el cumplimiento del deber, la piedad. Estaba convencido de que el destino del hombre se juega en la juventud y amonestaba en su Joven Cristiano: «El camino que el hombre empieza en la juventud, lo sigue en la vejez hasta la muerte; si empezamos de jóvenes una vida ejemplar, seremos ejemplares en la edad madura». «Recordad – son palabras del Reglamento- que vuestra edad es la primavera de la vida. Quien no se acostumbra al trabajo en su juventud, generalmente será un holgazán hasta la vejez».
Los quería laboriosos, celosos, dispuestos, siempre ocupados; no daba sosiego a los holgazanes. Sabía educar a sus jóvenes en el gusto por las satisfacciones y las alegrías intimas, producto del deber cumplido; en experimentar la verdad del trinomio que le era tan querido: alegría, estudio-trabajo, piedad. Tres grandes valores inseparablemente unidos de su pedagogía. No creía en una piedad que no condujera al deber, ni deber separado de la piedad. En esta síntesis ponía él la fuente de la felicidad: «Piedad, estudio y alegría les darán muchas satisfacciones, dulces como la miel».
Ha escrito con verdad F. Orestano: «Si San Francisco santificó la naturaleza y la pobreza, San Juan Bosco santifico el trabajo y la alegría. El es el santo de la euforia cristiana, de la vida cristiana
laboriosa y alegre». Y quería que esta euforia cristiana pusiera su sello en los mismos ejercicios de oración, en la misma relación con Dios. Desterraba por ello las oraciones largas, monótonas y repetitivas que producen tedio y repulsa en los jóvenes. El tiempo pasado en la iglesia debía substanciarse en «una hora de gozo», de «fiesta». «Cosas fáciles que no asustan – escribía –, que no cansan, y no oraciones prolongadas». Las practicas de piedad «sean como el aire, que no oprime, no cansa jamás, aunque llevemos a la espalda una pesada columna de ese mismo aire».
El año escolar estaba salpicado de fiestas litúrgicas, de ejercicios devotos, de triduos, de novenas; pero no se sentía su peso. Don Bosco sabía preparar a los jóvenes a la «fiesta»; sabía hacerla vivir como un encuentro sacramental gozoso con Cristo: sabía hacerla gustar como preludio de la felicidad eterna, con la magia del canto, el esplendor de las ceremonias y de los ritos. Las celebraciones que se hacían en Valdocco se convierten con el tiempo en un verdadero centro de atracción para los fieles de la ciudad de Turín.
De la iglesia el gozo se desbordaba en la vida, en los recreos clamorosos, en la alegría de una comida más abundante. Don Bosco, que jamás admitió dicotomías entre el alma y el cuerpo, quería que «también el cuerpo estuviese alegre»; la melancolía tenía que ser alejada. «El ruido de platos y vasos» tenía que formar «una bella armonía». Todos los elementos positivos no destruidos por el pecado eran, como puede verse, asumidos con optimismo en su método educativo.
Hablando de la alegría en el alma de los santos, Pablo VI nombra a Don Bosco «entre los que han hecho escuela en el camino de la santidad y de la alegría». Y con toda razón. Aunque la alegría es inseparable del mensaje cristiano, no todos los santos la han expresado unívocamente, ni todos han hecho de ella «un camino explicito» de santidad, dirigido preferentemente a los jóvenes, como hizo él. Esta «escuela», este «camino», él no lo teorizo en términos abstractos; lo escribió con su vida, con la fuerza del ejemplo, inspirándose en principios tan sencillos como sólidos, que tienen la raíz en el humus de la tradición cristiana.
«Sólo la religión y la gracia – decía, y era una de sus convicciones más arraigadas— pueden hacer feliz al hombre». Ya en la primera edición del Joven Cristiano (1847) había escrito: «Los que viven en gracia de Dios están siempre alegres y, aun en medio de los sufrimientos, tienen el corazón contento», mientras que «los que se dan a los placeres, viven amargados (…) siempre infelices». El quiere hacer comprender a los jóvenes que la felicidad terrena y eterna se juega en la relación con Dios. No existe, pues, más que un camino para alcanzar la felicidad y la alegría: el que pasa por la religión del amor y de la salvación; por la amistad y la intimidad con Cristo y su Espíritu como paso al Padre.
La pedagogía de Don Bosco será, por lo tanto, radicalmente y por esencia una pedagogía espiritual de las almas» (A. Caviglia); es decir una pedagogía de la vida de gracia, del crecimiento y maduración en Cristo; en una palabra, una pedagogía de la santidad y de la alegría», porque la alegría es elemento constitutivo de la santidad. La escuela turinesa creía en la vocación universal a la santidad. San José Cafasso hablaba de sus «santos ahorcados»; San Leonardo Murialdo animaba a la santidad incluso a las jóvenes descarriadas del Retiro del Buen Pastor; Don Bosco la proponía como meta suprema tanto a sus «pilluelos» y a sus «barrabases » como a sus jóvenes mejores. Una santidad «a la medida del joven», pero exigente e incluso heroica.