Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras
(Papa Francisco, La alegría del Evangelio, nº27)
¿Y si una vez más cambiáramos el ángulo de enfoque? Intentemos uno nuevo. Miremos ahora no tanto a dónde debemos llegar cuanto a de dónde debemos salir. ¿No será que el desafío que debemos enfrentar no es tanto el llegar a un determinado sitio sino el salir, y salir de nosotros mismos?
Creo que el gran reto que nos propone el Papa Francisco de salir a las periferias pasa necesariamente, y en primer lugar, por salir de uno mismo. Por dejar de ser el centro de mí mismo, por descentrarme, por superar la misma autorreferencialidad a la que el propio Papa se refiere. La periferia siempre es el otro.
Jean Paul Sartre decía que “el infierno es el otro”. Yo me atrevería a decir que “el otro es la salvación”. El otro siempre es un reto. Un reto a salir de mí mismo, a dejar de mirarnos tanto al propio ombligo, que decimos en el lenguaje coloquial. El otro es un reto que pone en crítica mi forma de vivir, de pensar, de amar, de comunicarme,
de callar… Pero el otro, sobre todo, es la única forma que tengo de salvarme. Es la salvación. El otro me permite salir de mi aislamiento, me permite compartir, comunicarme, amar, tener una razón para vivir y para luchar en la vida. En el otro está mi salvación. Algo de esto es lo que decía el Papa Francisco en la homilía tenida en Quito el 7 de julio de 2015:
“Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como Él, dador de vida, hermano de Jesús,
del cual da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y constante grito”.
Es el reconocernos en el otro lo que nos configura como personas. Es el Tú el que me hace y me configura como un Yo. Como un Yo capaz de ser y de entrar en comunicación contigo. Como un Yo capaz de amar y de donarse.
Salir a las periferias como un cambio personal
Se nos invita a superar una forma de vida, que únicamente tiene como tarea un buscarse en el espejo, un ahogarse en el propio yo como un eterno Narciso, un desear desesperadamente la felicidad, como si éste fuera el objetivo, y no una consecuencia de haber encontrado el sentido último de la propia existencia, que dirá Víctor Frankl.
Pero, si el encuentro con el otro se convierte en una provocación para mi individualismo, que me impele a salir hacia fuera, hacia él, esto alcanza una radicalidad mayor cuando me encuentro ante el excluido, el descartado. Su presencia se convierte para mí no solo en una invitación a salir de mi pompa de jabón en la que muchas veces vivo, sino a generar todo un proceso interno de cambio. Cambio de actitudes, cambio de valores, cambio de afectos, cambio de estilos de vida… Un cambio que supone salir no sólo de nosotros mismos, sino una salida hacia el otro que habita en las periferias sociales y existenciales. Me invita a generar en mí cambios profundos que me permitan acercarme fraternalmente a los lugares en los que se vive el dolor y la soledad, y no acercarme a ellos con actitudes paternalistas, que humillan más que enaltecen.
Me invita a salir no para compadecer sino para transformar un orden injusto. “Ésta es nuestra revolución”, dice el Papa Francisco. En términos clásicos, este cambio, que se
opera en nosotros debido de una parte el encuentro con la realidad y de otra la fuerza y la alegría del Evangelio, es lo que se ha denominado en el cristianismo conversión”.
Una conversión que no se reduce únicamente al ámbito de las creencias: pasar de negar a Dios o no creer en Él a afirmar su existencia. Sino que implica, también, cambio en los valores y las actitudes. Devolver lo defraudado a los pobres, como le ocurre a Mateo en el encuentro con Jesús. Restablecer las relaciones rotas, como le ocurre al hijo pródigo. Pasar de la ambición de los primeros puestos a entregar la vida incluso martirialmente, como lo ocurre a los hijos de Zebedeo…
La conversión cristiana ha sido comprendida desde el origen del cristianismo como un paso de la muerte a la vida; como una configuración con la persona de Cristo, haciéndonos hombres y mujeres nuevos; como un tener los mismos sentimientos de Cristo, que dice la carta a los Efesios, que no son otros que sentimientos de amor, de ternura, de misericordia… ante todo dolor humano.