La fe «es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo». La fe es un acto personal y comunitario: es un don de Dios, para vivirlo en la gran comunión de la Iglesia y comunicarlo al mundo. Todo cristiano es un testigo alegre de la fe, un apasionado amigo de Jesús que con su entusiasmo y optimismo regala a los demás el principal motivo de su gozo: el amor de Dios.
En el mundo de hoy es urgente recuperar el carácter de luz propio de la fe, volver a descubrir que solamente la luz que deriva del “creer” es capaz de iluminar toda la existencia del hombre. Llegar a este (re)descubrimiento del carácter luminoso de la fe es para llegar el encuentro con Cristo y con su amor.
La carta encíclica del Papa no tiene otro fin que aquel: alimentar nuestra fe y el amor a Cristo. Por eso queremos acercarnos a la encíclica y leerla con un corazón abierto y una mente despierta, de tal manera que el calor del amor y la luz de la fe entren en ellos y engrandezcan nuestra persona.
Presentamos, ahora, unas fichas de lectura de la encíclica, que son un aporte para conocerla un poco más, meditarla en grupo, rezar para pedir más fe y amor, dar a conocer nuestra alegría de creyentes.
Primero nos acercaremos a un vistazo global de la carta, y después nos detendremos en los distintos capítulos o puntos relevantes. Para cada encuentro será necesario que los participantes tengan la encíclica (o fragmentos de ella), lapicera, una Biblia y una vela. Donde sea posible también se podrá utilizar un proyector de imágenes.
Introducción: UNA LUZ POR DESCUBRIR
Capítulo 1: HEMOS CREÍDO EN EL AMOR
Capítulo 2: SI NO CREEN, NO COMPRENDERÁN
Capítulo 3: TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta conestas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6). (link a la Encíclica completa)
Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber.
De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas.
(extractos de la Encíclica Lumen Fidei)