La Biblia está llena de sugerencias pedagógicas y tácticas, expresadas tanto en el lenguaje figurado de las parábolas, como en forma de ejemplos o en máximas sapienciales. Por ello, es fácil reconocer las coordenadas fundamentales del camino que Dios hace recorrer a su pueblo al momento de educarlo: a) Dios siempre muestra un profundo respeto a cada una de las personas y a la comunidad; b) su método educativo es gradual y progresivo; c) utiliza momentos de ruptura y saltos de cualidad; d) Dios, pedagógicamente hablando, es conflictual; e) es enérgico; f) tiene un proyecto liberador que está insertado en la historia; g) se vale de múltiples colaboradores; y, h) su modelo de enseñanza, por antonomasia, se cumple en la vida de Jesús.
Para profundizar los argumentos pasados, tomo como partida de reflexión el Cántico de Moisés que describe la pedagogía divina con su pueblo: “Dios encontró a su pueblo en una tierra desierta, en la soledad, entre aullidos salvajes. Lo educó, lo cuidó, lo crió, lo guardó como a la niña de sus ojos… Y como un águila que incita a su nidada y revolotea sobre sus polluelos, así el Señor los guió hacia su liberación” (Dt 32,10-12).
El texto del Deuteronomio que aquí cito no es un texto aislado, sino que expresa una intención permanente en la Escritura: “Dios es el gran educador de su pueblo”. Es por ello que el castigo más terrible que podían sufrir los hombres de la Biblia no eran las correcciones o castigos determinados, sino sentirse abandonados por esta vía amorosa, sabia e incansable, que es Dios educador.
Siguiendo en el marco de la cita del Deuteronomio, hemos de ver que la acción educativa comporta momentos de ruptura con el pasado (la salida de la tierra desierta, de soledad y aullidos salvajes); se realiza a través de un crecimiento progresivo, propiciado por gestos de atención y de amor (lo educó, lo cuidó, lo custodió), implica una elevación profunda del espíritu (lo llevó sobre sus alas), y exige una confianza absoluta e incondicional (el Señor lo guió solo, no estaba con él ningún dios extranjero)… Todos estos aspectos deben considerarse en nuestras responsabilidades pedagógicas hoy en día, pues muchos fracasos educativos y pastorales tienen su raíz en que no hemos entendido que Dios educa a su pueblo, y en no haber captado la fuerza del programa educativo expresado en las Sagradas Escrituras.
De esta forma, me atrevo a decir que una renovada confianza en la fuerza educativa del Evangelio puede dar un nuevo aliento a muchos pastores. Puede, además, extinguir las sensaciones de tener que soportar un peso superior a las fuerzas humanas y luchar contra enemigos demasiado fuertes.
Veamos a continuación qué provecho podemos extraer de la pedagogía divina.
Educar con un proyecto
Dios no educa a la ligera, es decir con formas incoherentes o desarticuladas. Su acción educativa en la historia siempre es cuidadosa, aunque no sea fácil captar el sentido de cada intervención. Así debería ser también la educación humana, donde proyectar no significa encasillar todo en un esquema rígido, sino tener claro el fin y las metas intermedias, y actuar con elasticidad y equilibrio para dirigir hacia allá los diversos momentos. ¿Cuál es el proyecto, entonces, que debe seguir cualquier pastor en la educación del pueblo o Iglesia de Dios? El único proyecto que está a la base de la actividad de la Iglesia es llevar a los hijos de Dios hasta que se conformen en imagen de Cristo (Ef 4,13), ayudarles a ser conscientes de que su llamado consiste en ser justificados y glorificados (cfr. Rm 8,29-30). Pues, cualquier proyecto de pastoral o de educación de los fieles, debe tener como base el orientar a los hijos de Dios como engendrados (Jn 1,13), partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,4).
En este sentido, los proyectos pastorales deben estar enfocados a un camino de liberación: donde los cristianos logren liberarse del orgullo, de la ambición de la riqueza y la obsesión por el consumo.
Dios educa a su pueblo en la historia
La acción educativa de Dios en favor de su pueblo no es algo que cae de lo alto, tampoco es una serie de principios pedagógicos genéricos o mandatos abstractos. Por el contrario, la acción educativa de Dios es sumamente concreta, inmersa en la historia de cada día, capaz de estimular al hombre desde su interior.
La educación que lleva Dios con su pueblo se vale de los acontecimientos de la historia, sucesos buenos y malos, estimulantes y amenazadores, favorables y desfavorables. Su educación es a través de sentencias y acciones, de promesas y cumplimientos de las mismas, de mandatos y de correcciones. Es una educación en la historia.
Igual como hace Dios con su pueblo, nuestra acción educativa, nuestra acción de pastoreo, no debe fundarse sobre una ideología, por bien articulada y sugestiva que sea. Debe concretarse en la realidad. Realidad que está hecha de personas vivas, de situaciones cotidianas, de trabajo fatigoso y dinámico, de comunidad plural y en evolución. Alejar a la persona de la realidad para introducirla en un mundo irreal, en un espacio de ideas puras o de sentimentalismos patéticos, es ciertamente antieducativo.
Jesús, por ejemplo, para educar a sus discípulos, practicó el método de la realidad, hecha de verdad y de praxis, de Tabor y de Calvario. Su misma forma de hablar era sorprendentemente concreta: usaba continuamente comparaciones, imágenes, símbolos, ejemplos tomados de la vida natural, familiar y social; sabía situar a quienes lo escuchaban; los involucraba profundamente y provocaba en ellos diversas reacciones para que se comprometieran con su realidad.
Jesús tuvo un estilo de actuar muy particular que le permitía enlazarse con la situación personal de los otros. Por ejemplo, con los discípulos de Emaús, desilusionados y tristes, asume una actitud paciente y estimulante. Con María y Marta en Betania (Lc 10,38-42) entabla una relación muy amena y eduactiva. En su encuentro con el rico (Lc 18,18-23) y con Zaqueo es formidable la actitud amistosa y cordial de Jesús. En su proceder manifiesta saber bien que nada se improvisa. Invita a aquellos que llama a un largo camino de purificación. Pide paciencia y él mismo da ejemplos de paciencia (por ejemplo, educa a Pedro para un perdón generoso, Mt 18,21). Jesús practica de manera sorprendente la convivencia estable. Vemos que en su vida con los apóstoles comparte días alegres, como el de Caná (Jn 2,2), momentos de tranquilidad y paz (Mc 6,31) o momentos duros de incomprensión (Jn 6,68; Lc 22,28).
En este sentido, y valiéndonos de la figura de Jesús como verdadero educador, no es posible hablar de un verdadero encuentro educativo, si no está de una parte la aceptación de la persona que debe ser educada y de otra parte alguna manifestación aún implícita (en el modo de actuar y de presentarse) de la persona que educa. No se trata de confidencias personales; se requiere que en el encuentro se manifieste lo que el educador es en el fondo, lo que cree, y a lo que da importancia: se trata de demostrar que el encuentro se da entre personas verdaderas.
Hacia un análisis de nuestros procesos educativos
Tengo a veces la impresión de que entre muchos de nosotros, que se dicen educadores o pastores, sopla un viento de incertidumbre, de resignación, de renuncia. Muchos parecen decir como Moisés: “No puedo cargar yo solo con todo este pueblo. Es demasiado para mi” (cfr. Núm 11,14). Se diría que tales educadores (o pastores en el caso eclesial) están un tanto bloqueados e impotentes ante lo que se denuncia como obstáculos educativos insuperables del mundo actual (una sociedad demasiado permisiva, la televisión y sus propagandas, los ambientes negativos para los jóvenes, las mentalidades dominantes, los reclamos de diversiones, la carencia de ideales, etc.). Hablamos entonces de una mentalidad quejumbrosa y dimisionaria que arremete en las estructuras eclesiales y que, de manera urgente, es preciso diluirla.
¿Por qué digo estas palabras? Porque educar es una realidad típicamente humana, presente dondequiera que haya un grupo social. Además, educar y educarse son realidades contiguas y comunicantes. ¿Sabemos educar? ¿Cuál es nuestro comportamiento en los momentos difíciles de la educación? Es, precisamente, en los momentos de dificultad cuando se ve, en verdad, si hemos sido capaces de ayudar a la feligresía a lograr ser conscientes de sí mismos y a tomar opciones fundamentales en sus vidas.
Como pastores, como educadores que somos, preguntémonos entonces sobre cómo nos comportamos frente a los problemas cotidianos: ¿qué hacemos ante la falta de diálogo en las familias?, ¿cómo procedemos en medio de la resignación de la sociedad ante el poder mágico de la televisión y otros medios de comunicación?, ¿sabemos enfrentar la apatía de los adolescentes, su soledad y sus problemas afectivos? ¿Somos nosotros mismos educables? ¿Estamos dispuestos a cuestionar nuestro modo de educar: a reconocer nuestras limitaciones y faltas, a cambiar algo en nuestra acción pastoral? Hago estas preguntas pensando en nuestros miles de sacerdotes diocesanos y religiosos, en los cientos de laicos, en la cantidad enorme de religiosas y catequistas, así como en los padres de familia que se dicen cristianos… todos ellos como un extraordinario ejército de educadores.
¿Cuál es la Iglesia educadora?
Hasta aquí he expuesto tan sólo unas sugerencias educativas, y lo he hecho en un panorama bíblico que permite, a continuación, tomar algunos criterios en los que debe basarse la Iglesia para entender y realizar su tarea educativa.
Previo al desarrollo de de dichos criterios, es necesario resaltar, sobremedidamente, que Dios es el gran educador. Por eso nadie más es protagonista. Aún la Iglesia debe verse a sí misma como realidad al servicio de Dios, y lo que es más, la primera forma de vivir este servicio es la de testimoniar que ella misma se deja educar, que es dócil, atenta y obediente a Dios.
Por otra parte, la fe en este Dios tan comprometido, no puede no conmover al creyente y a la Iglesia entera, el sentido vivo de la urgencia de educar y el gusto de cooperar con Dios a una empresa tan bella como es la de volver al hombre plenamente hombre.
Así pues, recuerden que la educación es cosa del corazón, y que sólo Dios es el dueño, y nosotros no podemos alcanzar nada si Dios no nos enseña este arte enorme y no nos pone en la mano las llaves. De hecho, las palabras de la Escritura y el contemplar a Dios educador en la historia de salvación, nos hace reflexionar acerca de los siguientes principios pedagógicos-científicos y nos estimula a lanzar una plena confianza en Dios, educador de su pueblo:
Educar es difícil: actualmente no pocos son los que sienten la sensación de ser educadores impotentes e inútiles. Los educadores de hoy, incluyendo a los padres de familia, se topan con dificultades que la sociedad en transformación les pone: ha cambiado la familia patriarcal que impone el valor autocrítico del hombre y la sumisión indiscutible de la mujer y los hijos. Está también cambiando la familia nuclear, fundada no ya en el círculo de convivencia de cónyugues e hijos. Ha cambiado la relación jóvenes-adultos en favor de una mayor igualdad; ha cambiado el valor de las instituciones tradicionales (Estado, partidos, justicia, escuela, trabajo), por lo que aparece en la sociedad menor credibilidad y confiabilidad; el valor social de la religión ha sufrido cambios significativos, al grado de que las personas han dejado de tener una fuerte consideracón de ella; los modelos de vida pasados han sido sustituidos por otros, y comercializados por medios masivos de comunicación: frecuentemente se oye lamentarse entre los jóvenes que no tienen ya modelos adultos creíbles.
Educar es posible: debemos considerar que en el arco de la vida humana, que va de la concepción a la muerte, las personas son siempre educables, capaces de crecer, de mejorar el propio potencial humano, de desarrollar las propias capacidades y actitudes personales, de modificar relaciones y perspectivas, de descubrir y proponerse nuevos significados y valores. Por estos y otros motivos, el educador no debe decir nunca, ni siquiera ante un caso difícil o humanamente imposible, que no hay nada más que hacer, o que la cosa es irremediable. Pues quien ama a Dios, igual que una madre o un padre, jamás se deja vencer ante la insensibilidad, la rebelión e incluso el fracaso de los propios hijos.
Un compromiso educativo abierto y confiado tomará valor aún en estos tiempos caracterizados por las revoluciones culturales, políticas y económicas. Para ello debe efectuarse una educación con veracidad, convicción y coherencia.
Educar es tomar conciencia de la complejidad: no hay que temer mirar dentro de esta selva oscura. Cerrar los ojos no sirven más que para fomentar todas las formas paralizantes de pesimismo educativo. Quien sea consciente de que vivimos en una sociedad compleja se pondrá de frente a la situación, sabrá manejarla. Es necesario, pues, darnos cuenta de la madeja de informaciones en que se mueven nuestros jóvenes, discernir sus influencias positivas y negativas. El compromiso educativo nos llama a una responsabilidad personal y nos exige tener en cuenta la realidad tan diversa de quienes llamamos sujeto educante.
Educar es cosa del corazón: Don Bosco dice que la educación es cosa del corazón: porque, “quien sabe que es amado, ama; y quien es amado obtiene todo, especialmente de los jóvenes”… pues ellos abren sus corazones y dan a conocer sus necesidades. Por eso, quien quiera ser un verdadero educador, un verdadero padre, es necesario que tengan un grande corazón: y su caridad debe ser como la que tuvo San Pablo con sus fieles.
Los jóvenes tienen necesidad de figuras paternas y maternas. En todos los momentos de nuestra vida requerimos personas que se interesen verdaderamente por nosotros y por las cuales interesarnos. Tenemos necesidad de personas antes que de cosas. Y la necesidad primaria que tienen los hijos respecto a los padres, es que estos se hablen, que establezcan acuerdos, que estén unidos, que estén satisfechos con sus propias necesidades esenciales. Aquel educador, o aquel padre que brinde amor y respeto por su educando o por sus hijos, estará determinando un crecimiento positivo de la persona que se educa, porque da valor, infunde fuerza para enfrentar la realidad y es compañía en el camino de la vida.
Educar es bello: cuando se vive realmente en comunión y se gusta como propio el bien y el éxito que experimentan los demás, educar se vuelve bello y placentero. Porque la educación es un arte gozoso, y nunca puede ser un trabajo forzado. Tampoco la educación debe ser motivada por fines de lucro, sino únicamente por la creación armoniosa y afortunada de la persona. La máxima satisfacción de un verdadero artista proviene de la obra maestra salida de sus manos. En este sentido, la educación, como todo verdadero arte, no permite recetas, fórmulas o clichés. Exigen del educador originalidad e individualidad, y pide que eduque con alegría. Al mismo tiempo exige un gran respeto hacia la individualidad y la originalidad de la persona a quien se educa, en una atmósfera de autenticidad y de serenidad.
La necesidad de una esperanza paciente: el educador debe saber que la evolución sociológica y moral de las personas puede compararse con el crecimiento físico y orgánico. El mismo Jesús dice que el hombre es como la semilla, que crece por sí misma, pero que tiene necesidad de un ambiente, de personas y de tiempo.
Es necesario saber esperar pacientemente, con el ánimo del campesino que siembra generosamente, soporta con resistencia las fatigas del trabajo y siempre aplaza la decisión de cortar la planta infructuosa o de arrancar la mala hierba. El hombre paciente es optimista: cree en la bondad de las personas y los recursos de la naturaleza; espera sin desilusionarse, pues Dios se preocupa antes que él por la salvación y la felicidad de sus hijos.
La necesidad de la educación enérgica (la corrección): una característica del actuar educativo de Dios, que al parecer va desapareciendo de la reflexión pedagógica común, al menos en la práctica cotidiana, es su elemento enérgico de corrección.
Dios en la historia de la salvación se muestra como un educador enérgico, no tibio o condescendiente, ni resignado o fatalista, sino comprometido, decidido, capaz también de reprender.
Si educar quiere decir ayudar a cada uno a encontrar el propio camino, parece extraño que no se deban efectuar, en ocasiones, correcciones de ruta en un camino que de otra manera podría desviarse. Tal vez uno de los problemas más agudos del momento educativo actual se podría explicar con el siguiente dilema: ¿Es justo impedir a alguien hacer el mal, o es necesario dejarle las riendas sueltas hasta que él mismo se dé topes contra la pared y se convenza, tal vez demasiado tarde, que aquel camino no tenía salida? La raíz de la que nacen los reproches debe ser el amor; a todos los que amamos debemos reprender cuando es necesario hacerlo. Cuando se ama poco no se sabe corregir de veras, tan sólo se llega a lamentar, nos volvemos ofensivos o castigamos con el silencio o con la recriminación vengativa o resentida. Pero la corrección directa, franca, precisa, no surge porque el corazón es débil o está cargado de sentimientos de culpa, sino que desenmascara las falsas certezas, destruye las razones falsas, denuncia las legitimaciones impropias que están detrás de las conductas equivocadas.
Por eso, no olvidemos nunca que se necesita mucho amor, inteligencia y reflexión para llegar a una reprimenda que tenga el calor y la fuerza persuasiva y también la humildad del reproche. El libro de los Proverbios, que reúne la antigua sabiduría de Israel, nos dice: “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor y no te entristezcas cuando te reprenda, porque el Señor corrige a los que ama y castiga a quienes reconoce como hijos” (Prov 3,11-12).
Dios y sus instrumentos
Hasta aquí me he permitido hacer una exposición, tal vez exhausta, de nuestras responsabilidades como pastores y educadores del Pueblo de Dios. Pero les repito una vez más: toda nuestra actividad está sometida al amor infinito que Dios nos tiene, a la conducción misericordiasa que hace para con nosotros. Leemos en el Salmo 126 (127),2: “Si el Señor no construye la casa en vano se fatigan los constructores”, y en san Pablo: “Yo he plantado, Apolo ha regado, pero es Dios quien ha hecho crecer” (1Cor 3,6).
Tales textos manifiestan que Dios es el actor principal del proceso educativo. Pero esto no excluye, sino exige el trabajo de los constructores y de los agricultores. En otras palabras, la labor educativa de Dios se desempeña plenamente a través de la persona de su Hijo, pero también se vale de otros a quienes llama (como han sido los profetas, apóstoles y los primeros evangelizadores) para expandir su mensaje por toda la tierra.
Dios, en la persona del Espíritu Santo, actúa en aquellos a quienes él llama. Y todos estos educadores constituyen un conjunto educativo, que actúa como sujeto e instrumento fundamental, que es la Iglesia.
(Extractos de la Carta Pastoral del Card. C. M. Martini, «Dios educa a su pueblo», de 1987.)