Vamos a aproximarnos al Padrenuestro sin prisa, lentamente, con el infinito respeto con que Moisés se acercó a la zarza ardiente. Y lo mismo que é se quitó las sandalias como signos de su actitud interna de adoración, vamos también a descalzar nuestro espíritu de todo lo que signifique orgullo, suficiencia, falsos saberes (como decir “si ya lo sé desde chico”, o “¿qué puede enseñarme el Padrenuestro?”).
Y es que la primera condición para decir con sinceridad “enséñanos a orar” es la que señala el evangelio de Lucas: la petición a la que Jesús respondió fue a la de un discípulo (Lc 11,1). Es decir, alguien que no está satisfecho con lo que ya sabe, no convencido de que posee la verdad; alguien absolutamente abierto a la enseñanza del otro, alguien que vive intensamente de escucha y receptividad, de silencio y acogida. Un discípulo tiene mucho de niño y un niño es el mejor discípulo, porque los dos tienen capacidad de asombro y por eso están preparados para aprender a orar diciendo: Padre nuestro…
Lee despacio en el evangelio de Lucas el texto en que Jesús habla también de la oración (Lc 11,5-13). Deja que afloren en ti tus dudas, tus dificultades en la oración, tu falta de confianza en su esfuerzo. Pon todo eso delante de Jesús y vuelve a leer el texto desde el v.9: “pidan y recibirán, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”. Apóyate interiormente en esas palabras de Jesús, sintiéndolas más fuertes que todas tus dudas y conviértelas en una oración de súplica:
“Señor Jesús,
tú que has dicho: pidan y recibirán,
enséñanos a orar.
Tú que has dicho: busquen y encontrarán,
enséñanos a orar.
Tú que has dicho: llamen y se les abrirá,
enséñanos a orar.
¡Qué asombro y sobresalto causó al grupo de discípulos el escuchar que el Maestro les ofrecía aquella palabra (Abbá = papá o padre querido) para dirigirse a Dios!
Fue como si todo el misterio inconquistable del nombre de Dios, que aparecía lejano y terrible, se hiciera muy pero muy cercano. En los labios del hombre estaba la palabra para dirigirse a Dios que sólo los niños dicen con total tranquilidad: ¡Papá!
Una pequeña palabra de cuatro letras para expresar todo lo que es Dios. Y es que todo lo de Jesús viene escondido en lo pequeño, en lo sencillo, en lo que casi pasa inadvertido: una aldea casi desconocida, una mujer llamada María como mil otras, un niño envuelto en pañales, el hijo de un carpintero… Un poco de pan y vino y una comunidad de gente casi sin cultura, compartiéndolo con alegría y sencillez de corazón.
Una pequeña palabra para rezar y en ella toda la experiencia relacional de Jesús, toda la hondura insondable de su saberse Hijo, toda la gloria de su confianza incondicional en Alguien mayor.
“A Dios nadie lo ha visto nunca: el Hijo único que estaba junto al Padre nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Y nos ha dicho que podemos llamarle PADRE.
Las sugerencias prácticas van dirigidas a ayudarte a hacer la experiencia de sentirte hijo, como Jesús, delante de Dios.
Desde nuestra vidaNuestra imagen de Dios no coincide muchas veces con la de Jesús y eso condiciona negativamente nuestra oración. Por eso, antes de ponerte a rezar, trata de purificar las imágenes falsas que te ocultan el rostro de Aquel a quien Jesús llama Padre. Puede ayudarte el terminar por escrito estas frases:
Relee lo que has escrito y date cuenta de si está “en sintonía” con la imagen de Dios que nos trasmite el Evangelio. Lee a Jesús tus respuestas, contale sin miedo lo que sentís, pensás o dudás sobre Dios. Podés terminar con la oración de súplica del evangelio: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.
Casi siempre nuestra mayor dificultad para llamar Padre a Dios está en que, al sentir el dolor y la injusticia en el mundo, no comprendemos cómo Dios, que es Padre, puede permitirlo. En la oración no podemos evadirnos de la dureza y conflictos de la vida: es allí que podemos aprender a vivir todo eso como Jesús.
Elige alguna situación de sufrimiento que te afecte especialmente, no evites contemplarla, escucha el clamor que nace de ti al enfrentarte con eso… Acude con todo ello a Jesús, apóyate con fuerza en su confianza inquebrantable en el Padre, entra en sus sentimientos y exprésale tu deseo de confiar más en Él.
Deja que sea él mismo, presente en ti por el Espíritu Santo, el que diga una y otra vez desde lo más hondo de tu ser: Padre…
Puedes leer Lc 15, 11-32, la parábola del hijo pródigo o, mejor aun, del padre misericordioso. Seguramente te sonará “muy sabida” pero hoy vas a leerla de una manera distinta, dejando que tu imaginación y tu corazón complete lo que el texto no dice. Vas a leerla, reviviendo las escenas como si estuvieras presente en ella, centrando toda tu atención en la figura del padre. En cada detalle del texto párate a mirarle, trata de comprender qué sentiría, cuál sería la expresión de su rostro, el tono de sus palabras, el porqué de sus reacciones y gestos: su tristeza al escuchar la decisión de la partida, su incertidumbre y su angustia, su espera…
Después que le hayas contemplado y conocido mejor, acércate a Jesús y cuéntale lo que has descubierto sobre su Padre, que es también el tuyo.