La dificultad no consiste tanto en el hecho de que atrae más la acción que la vida interior, sino más bien en la diferencia de actitud que implican una y otra. La acción, incluida la apostólica, es la afirmación de uno mismo; la oración, en cambio, es rebajamiento personal delante de Dios, frente al cual se experimenta una dependencia radical. Se requiere por tanto valentía y determinación para preferir la vida escondida de la fe al esplendor del aparente éxito exterior. Reconocer las dificultades que supone decidirse por rezar ya es un buen punto de partida en el camino de la oración.
Tu oración va a depender de las ganas que tengas de comunicarte con Dios. Tendrás que ser tú mismo quien se imponga un ritmo de variación entre el trabajo, la familia, la pareja, los amigos y la búsqueda de algún espacio dedicado exclusivamente al trato con Dios. Cuando te hayas decidido por la oración, entonces conviene que no lo dejes todo a la espontaneidad o a tu estado de ánimo, sino que sigas con fidelidad una determinada forma de rezar, hasta llegar a considerarla habitual en ti. Para dar este paso, y si no lo has hecho antes, te conviene pedir ayuda a alguien que entienda de estos asuntos.
Si Dios te llama a una relación personal con él, lo primero que necesitas es saber quién eres. El encuentro contigo mismo es un medio absolutamente necesario para llegar al encuentro con Dios. La falta de conocimiento personal hace que muchas veces planees mal tus propias batallas.
Se trata de un conocimiento bien entendido: conocer tus propias limitaciones, pero también tus grandezas, y la fuerza del amor de Dios que te eleva a la dignidad de hijo suyo. Para conseguir conocerte, tendrás que examinarte. Del conocimiento brotará la humildad.
La práctica de la oración te pondrá en condiciones de leer tu historia personal por muy insignificante, absurda y contradictoria que te parezca, como una revelación del amor de Dios en las coordenadas de tu existencia. Nada de lo que sucede en tu vida y en tu mundo es extraño al amor de Dios. Dios es amor y tú eres el latido del amor de Dios. Con la oración, dejando que Dios te ame, te convertirás en instrumento de su amor para el mundo.
Para no caer en un intimismo, conviene que aprendas a descubrir las huellas de Dios no sólo dentro de ti, sino también en la grandeza y en la belleza de las criaturas.
No me digas que después de contemplar un bello paisaje de playa o sierras, no has pensado: “¡qué grande eres, Dios mío!”. Y cuando regresas a casa agotado, el sábado por la noche, después de haberte pasado la tarde en el Oratorio, ¿no sientes un “no sé qué” que te llena de satisfacción? Son sensaciones que indican que vas por el buen camino para llegar a ser un buen orante. Sigue así.
Decidirte por la oración no quiere decir que «seas oración». Cuando te creas que has llegado, tendrás todavía que seguir luchando. Has comprendido que la oración es indispensable para tu vida. Tendrás que asumir ahora que tu crecimiento espiritual exige una lucha constante contra la tendencia a desparramarse hacia afuera, así como una disciplina interior, un esfuerzo metódico, al menos en los comienzos.
Para lograr la libertad que requiere la oración, tienes que luchar: romper esclavitudes y dependencias; dar sobriedad y austeridad a tu vida. Esta batalla la combatirás dentro de ti mismo: será la orientación de tu corazón que encontrando en Cristo al amigo, se llenará de Él. Solo una decisión clara y fuerte fundará las bases de tu libertad personal.