Dejen que los jóvenes hagan lo que les guste, incluso darme bastonazos, siempre que no cometan pecado
San Felipe Neri
Felipe nació en 1515 en Florencia y allí se crió. Cultivó la música, la poesía, las artes y todo lo bello, un amor que alimentó toda la vida. En 1533, a los 18 años, marchó a Roma para trabajar en los negocios de un tío millonario, de quien era heredero natural. Incómodo con ese trabajo, hizo de maestro en una familia noble. Empleaba mucho de su tiempo libre paseando por la ciudad y sus alrededores; durante estas excursiones descubrió el olvidado mundo cristiano de las catacumbas. Comenzó a pasar noches enteras en oración en las tumbas de los mártires, durante las cuales experimentó trances místicos de amor de Dios.
Felipe sintió, luego, un fuerte deseo de comunicar a otros la sobreabundancia del amor de Dios. Visitaba a los enfermos en los hospitales, se acercaba a los trabajadores en su lugar de trabajo, pasaba tiempo con gente solitaria en plazas y tabernas de la ciudad. Por sus amables palabras y por sus suaves modales, abrió el camino para que muchos volvieran a la vida cristiana. Fundó en 1548 la Cofradía de la Santísima Trinidad. Animado a hacerse sacerdote, Felipe, volcado como estaba al apostolado, no encontraba tiempo para estudiar. Acabó por ordenarse en 1551, a la edad de 36 años. Ahora, al poder de su palabra unió el poder de los sacramentos de Cristo. Empleaba 12 o 15 horas diarias en confesar, y todavía encontraba tiempo para llevar especial dirección espiritual de muchos de los penitentes.
Sus palabras llegaban al corazón de los más alejados. Con humanidad y gran tacto, hablaba de los asuntos del alma y de la vida cristiana. Personas de toda la sociedad y de toda la Iglesia acudían a él. Por citar algunos ejemplos: Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Francisco de Sales. Desarrolló una relación especial con los jóvenes que pasaban el día en las calles y en las plazas de la ciudad. Para ellos abrió un lugar en el que encontrarse. Aquí, después de una breve celebración religiosa, podían desplegar todas sus energías. Decía: “Dejen que los jóvenes hagan lo que les guste, incluso darme bastonazos, siempre que no cometan pecado”.
Sus seguidores fueron, por supuesto, beneficiarios de cuidados especiales. Se reunían una vez por semana en una capilla que se llamó Oratorio, para compartir sus experiencias espirituales y pastorales, para leer las Escrituras, rezar y cantar juntos. De esas reuniones nació en 1564 la Congregación de los Padres del Oratorio, una fraternidad sin votos religiosos ni reglas de claustro.
Felipe ejerció su apostolado alegre, profundamente espiritual, en Roma, durante sesenta años. Su influencia fue la responsable de la difusión de la fe cristiana a todos los sectores de la sociedad en que vivió. Murió en Roma en 1595 y fue canonizado en 1623.
Y la verdad, ¿de qué nos sirve saber lo que tenemos que hacer si no lo hacemos?
San Alfonso de Ligorio
Nacido en 1696, Alfonso María de Ligorio obtuvo su doctorado en derecho en la Universidad de Nápoles a los 16 años. Desencantado con la práctica de la abogacía, estudió para sacerdote y fue ordenado en 1726. Se dedicó, sobre todo, a la predicación y a la dirección espiritual.
En 1732 fundó la Congregación del Santísimo Redentor, una sociedad de sacerdotes y hermanos dedicados a la misión de la predicación, la instrucción catequística y ejercicios espirituales, especialmente entre los campesinos. La congregación se estableció con la oposición de las autoridades civiles, pero fue aprobada por el Papa en 1749. Alfonso fue nombrado obispo en 1762, pero renunció en 1775 a causa de una grave enfermedad.
Posteriormente, se dedicó al cuidado de su congregación y a escribir, un apostolado en que se había distinguido a lo largo de su vida. El mismo Pontífice, en 1787, al recibir la noticia de su muerte, que se produjo en medio de muchos sufrimientos, exclamó: «¡Era un santo!». Y no se equivocó: Alfonso fue canonizado en 1839.
Ante todo, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica, hasta el punto de que fue proclamado por el Papa Pío XII «patrono de todos los confesores y los moralistas». En su época se había difundido una interpretación muy rigorista de la vida moral, entre otras razones por la mentalidad jansenista que, en vez de alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano del que nos reveló Jesús.
San Alfonso, sobre todo en su obra principal, titulada Teología moral, propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo e interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que precisamente en la adhesión a la verdad y al bien permiten la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y a los confesores Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo una actitud caritativa, comprensiva, dulce, para que los penitentes se sintieran acompañados, sostenidos y animados en su camino de fe y de vida cristiana.
San Alfonso nunca se cansaba de repetir que los sacerdotes son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral y —es preciso reconocerlo— de cierta falta de estima hacia el sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso sigue siendo de gran actualidad.
Nuestro Señor quiere que lo imitemos en su mansedumbre
San José Cafasso
José Cafasso nació en Castelnuovo d'Asti, el mismo pueblo de san Juan Bosco, el 15 de enero de 1811. Fue el tercero de cuatro hijos. Nació en el Piamonte del siglo XIX, caracterizado por graves problemas sociales, pero también por numerosos santos que se empeñaron en buscarles solución. Esos santos estaban unidos entre sí por un amor total a Cristo y por una profunda caridad hacia los más pobres: la gracia del Señor sabe difundir y multiplicar las semillas de santidad.
José Cafasso realizó los estudios de secundaria y el bienio de filosofía en el colegio de Chieri y en 1830 pasó al seminario teológico, donde, en 1833, fue ordenado sacerdote. Cuatro meses más tarde hizo su ingreso en el lugar que para él sería la única y fundamental «etapa» de su vida sacerdotal: el Internado eclesiástico de San Francisco de Asís, en Turín. Entró para perfeccionarse en la pastoral y allí hizo fructificar sus dotes de director espiritual y su gran espíritu de caridad. El Internado, de hecho, no era sólo una escuela de teología moral, donde los jóvenes sacerdotes, procedentes sobre todo de zonas rurales, aprendían a confesar y a predicar; también era una verdadera escuela de vida sacerdotal, donde los presbíteros se formaban en la espiritualidad de san Ignacio de Loyola y en la teología moral y pastoral del gran obispo san Alfonso María de Ligorio.
El tipo de sacerdote que José Cafasso encontró en el Internado y que él mismo contribuyó a reforzar —sobre todo como rector— era el del verdadero pastor con una rica vida interior y un profundo celo en el trabajo pastoral: fiel a la oración, comprometido en la predicación y en la catequesis, dedicado a la celebración de la Eucaristía y al ministerio de la Confesión, según el modelo encarnado por san Carlos Borromeo y san Francisco de Sales y promovido por el concilio de Trento. Una feliz expresión de san Juan Bosco sintetiza el sentido del trabajo educativo en aquella comunidad: «En el Internado se aprendía a ser sacerdotes».
San José Cafasso intentó realizar este modelo en la formación de los jóvenes sacerdotes, para que ellos, a su vez, se convirtieran en formadores de otros sacerdotes, religiosos y laicos, en una especial y eficaz cadena. Desde su cátedra de teología moral educaba a ser buenos confesores y directores espirituales, solícitos por el verdadero bien espiritual de la persona, animados por un gran equilibrio en hacer sentir la misericordia de Dios y, al mismo tiempo, un agudo y vivo sentido del pecado.
Tres eran las virtudes principales de José Cafasso profesor, como recuerda san Juan Bosco: calma, agudeza y prudencia. Estaba convencido de que donde se verificaba la enseñanza transmitida era en el ministerio de la Confesión, a la cual él mismo dedicaba muchas horas de la jornada; a él acudían obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla: a todos sabía dedicar el tiempo necesario. Fue sabio consejero espiritual de muchos que llegaron a ser santos y fundadores de institutos religiosos. Su enseñanza nunca era abstracta, basada sólo en los libros que se utilizaban en ese tiempo, sino que nacía de la experiencia viva de la misericordia de Dios y del profundo conocimiento del alma humana adquirido en el largo tiempo que pasaba en el confesonario y en la dirección espiritual: la suya era una verdadera escuela de vida sacerdotal.
Su secreto era sencillo: ser un hombre de Dios; hacer, en las pequeñas acciones cotidianas, «lo que pueda contribuir a mayor gloria de Dios y provecho de las almas». Amaba de forma total al Señor, estaba animado por una fe bien arraigada, sostenido por una oración profunda y prolongada, vivía una sincera caridad hacia todos. Conocía la teología moral, pero conocía también las situaciones y el corazón de la gente, cuyo bien procuraba, como el buen pastor. Cuantos tenían la gracia de estar cerca de él se transformaban también en buenos pastores y confesores válidos. Indicaba con claridad a todos los sacerdotes la santidad que se puede alcanzar precisamente en el ministerio pastoral.
¡A cuántos sacerdotes formó en el Internado y después los siguió espiritualmente! Entre ellos destaca san Juan Bosco, que lo tuvo como director espiritual durante 25 años, desde 1835 hasta 1860: primero como clérigo, después como sacerdote y por último como fundador. Todas las decisiones fundamentales de la vida de san Juan Bosco tuvieron como consejero y guía a san José Cafasso, pero de un modo bien preciso: Cafasso no trató nunca de formar en don Bosco un discípulo «a su imagen y semejanza», y don Bosco no copió a Cafasso; ciertamente, lo imitó en las virtudes humanas y sacerdotales —definiéndolo «modelo de vida sacerdotal»—, pero según sus aptitudes personales y su vocación peculiar; un signo de la sabiduría del maestro espiritual y de la inteligencia del discípulo: el primero no se impuso sobre el segundo, sino que lo respetó en su personalidad y le ayudó a leer cuál era la voluntad de Dios para él.
Pero otro elemento caracteriza el ministerio de nuestro santo: la atención a los últimos, en particular a los presos, que en Turín durante el siglo XIX vivían en en lugares inhumanos e inhumanizadores. También en este delicado servicio, llevado a cabo durante más de veinte años, Cafasso fue siempre el buen pastor, comprensivo y compasivo: cualidad percibida por los reclusos, que acababan por ser conquistados por ese amor sincero, cuyo origen era Dios mismo. La simple presencia de Cafasso hacía el bien: serenaba, tocaba los corazones endurecidos por las circunstancias de la vida y sobre todo iluminaba y sacudía las conciencias indiferentes. Respetuoso de las circunstancias de cada uno, afrontaba los grandes temas de la vida cristiana, hablando de la confianza en Dios, de la adhesión a su voluntad, de la utilidad de la oración y de los sacramentos, cuyo punto de llegada es la Confesión, el encuentro con Dios hecho para nosotros misericordia infinita. Los condenados a muerte fueron objeto de cuidados humanos y espirituales especialísimos. Acompañó al patíbulo, tras haberlos confesado y administrado la Eucaristía, a 57 condenados a muerte. Los acompañaba con profundo amor hasta el último aliento de su existencia terrena.
Murió el 23 de junio de 1860, tras una vida ofrecida totalmente al Señor y consumada por el prójimo. Pío XII lo proclamó patrono de las cárceles italianas y lo propuso como modelo a los sacerdotes comprometidos en la confesión y en la dirección espiritual.
"Lo quise más que a un padre"
Don Bosco
En don Calosso, Juan, un adolescente de 15 años, encontró al buen padre que había estando necesitando y deseando hacía mucho tiempo. Don Calosso tenía la suficiente experiencia psicológica para comprender el problema de Juan, quien, a esa edad, se hallaba en medio de la crisis de su adolescencia. Por otra parte, el bueno, pero probablemente desilusionado sacerdote, vio en la vocación de Juan la oportunidad de hacer algo digno de valor y que llenara su ancianidad. Una relación profunda y mutua floreció de inmediato. Don Bosco se expresa en los términos más enfáticos: “Don Calosso se convirtió para mí en un ídolo. Le quería más que a un padre, rezaba por él, le servía con todo gusto…”
Claramente Don Calosso había decidido proveer a la educación de Juan y pretendía tomar las medidas oportunas en caso de su muerte. Más decisivo fue que iniciara a Juan en la vida espiritual. Don Bosco escribe: “conocí entonces el significado de un guía fijo, un amigo fiel del alma que hasta entonces nunca había tenido”. No es extraño, por tanto, que la muerte de Don Calosso resultara tan traumática para él. Escribe: "La muerte de Don Calosso representó para mí un desastre irreparable. Lloraba sin consuelo por el bienhechor difunto. Cuando estaba despierto, pensaba en él; dormido, soñaba con él”.
Juan Melchor Calosso había nacido en Chieri en 1760. Un tío suyo sacerdote fue probablemente el responsable de que Juan y su hermano Carlos Vicente entraran en el seminario de Turín en 1775. Fue ordenado sacerdote en 1782. En 1791 fue nombrado párroco de Bruino, en Turín.
En diciembre de 1812 un grupo de notables jacobinos anticlericales de la ciudad sobornaron a unos feligreses suyos para que lo acusaran de “inmoralidad abominable”. Pero en una carta fechada en enero de 1813, una parroquiana testificó sobre el carácter moral, buen ejemplo y celo pastora de don Calosso e insistía en que las acusaciones calumniosas contra él estaban perpetradas por personas que deseaban que se marchara de la parroquia. Ante tan injustas acusaciones, don Calosso renunció a la parroquia y se retiró a la vida privada.
Poco se sabe qué hizo durante algunos años, aunque se supone que estuvo ayudando a su hermano, Carlos Vicente, en la parroquia de Berzano San Pedro. En el verano de 1829 tomó el cargo de capellán de la Capilla San Pedro en Morialdo.
Juan Bosco se encontró con Don Calosso al principio de noviembre de ese mismo año, poco después de volver de la granja Moglia, con ocasión del sermón del Jubileo Juan fue su alumno y protegido, viviendo y estudiando con él cerca de un año. Don Calosso murió poco después, el 21 de noviembre de 1830