Es habitual, y hasta normal, que luego de una actividad “pastoral” evaluemos los resultados en términos cuantitativos: “vinieron muchos, éramos pocos, habría que ver cómo hacer para que vengan más…”. Es la manifestación natural de nuestro deseo de compartir con muchos jóvenes la amistad con Jesús. En cambio, evaluar los frutos espirituales es bastante más difícil y requeriría de un diálogo personal profundo con cada persona.
Cuando Juan Bosco tenía unos catorce años, iluminado por Don Calosso, por primera vez gusta la vida espiritual porque se siente llevado no a actuar ya materialmente y como una máquina que hace algo sin saber la razón, sino conscientemente, con una clara orientación: ahora conoce el sentimiento último, la dirección por donde ir, las etapas progresivas, los medios adecuados y los pasos de un gozoso camino de maduración. Está como avivado, consciente. Por tanto, queda liberado de los condicionamientos e iniciado, sumergido en el gran flujo de vida espiritual con sus procesos de deseo, de determinación, de purificación, de construcción, de tensión hacia el amor que unifica la persona.
Los jóvenes se entusiasman cuando se abre ante ellos un ancho horizonte de sentimientos, la posibilidad concreta de liberarse de esclavitudes y de pesos, de realizar un purificación, de pasar (de etapa en etapa) de la superficialidad y de la mediocridad a la consolidación interior, hasta el hombre perfecto, a la vigorización de una fuerte y serena personalidad unificada por Dios. Ellos perciben la propuesta sobre todo cuando se les hace descubrir que este horizonte espiritual tiene como meta la realización de la propia llamada profunda a la unión de amor con el Creador, grabada en su mismo ser. Necesitan descubrirse a sí mismos y desentrañarse. Después necesitan que se les guíe y se les dirija concretamente a una relación íntima y realísima con el Señor de su vida.
Las indicaciones de Don Bosco son claras. Para conducir al joven a una dimensión espiritual gratificante y sólida se requiere una entrega total, afectuosa y constante por parte de los educadores, en una integración de personas, de actuaciones y de lugares diferentes. Ante todo es indispensable crear las condiciones de relación y confianza para una entrega total de colaboración y obediencia interior. Todo esto exige del mismo educador y del pastor que se convierten en guías y acompañantes, la experiencia espiritual del camino espiritual, una sólida interioridad de enraizamiento en Dios, caracterizada por el ofrecimiento y el espíritu de oración.
El secreto del éxito de Don Bosco educador y de su intensa caridad pastoral, o sea, aquella energía interior que une inseparablemente en él el amor a Dios y el amor al prójimo, está en que logra establecer una síntesis entre actividad evangelizadora y actividad educativa. La espiritualidad salesiana, expresión concreta de esta caridad pastoral, constituye, pues, un elemento fundamental de la acción pastoral; es su fuente de vitalidad evangélica, su principio de inspiración y de identidad, su criterio de orientación.