Con la barra de amigos, en mi adolescencia, asiduamente salíamos de pesca, cacería y a fin de año realizábamos el infaltable campamento de una semana, en el monte a orillas del Río Negro.
Teníamos un equipo de campamento completo. Cada uno ponía algo y con eso nos organizábamos para pasarlo bien. Una característica de la barra era la carpa de Marcelo. No llevábamos carpa individual, ya con esa enorme armazón de hierro y gigante lona por encima, amarrada con grandes estacas, teníamos el dormitorio común, la despensa, la cocina, el armero y hasta el estar para el truco, mientras un vasito de caña con butiá recorría la ronda.
¡Si tendrá para contar esa carpa! Recuerdos inolvidables, charlas interminables, allí nos contábamos los secretos de nuestra vida adolescente, bromas, cocinadas, comidas, también alguna que otra pelea, cuentos llenos de “mentiras de pescadores” y el hecho de ayudarnos hasta en las más temerosas tormentas.
Esa carpa nos acompañó en todas nuestras salidas aventureras. A lo largo del tiempo ha pasado a ser un símbolo de nuestra barra, decir “la carpa de Marcelo” para nosotros era como definir nuestra identidad de amigos, de grupo, es decir, de un espíritu de familia juvenil.
La carpa, un trozo de lona frágil, pero suficiente para protegernos del sol y de los más peligrosos temporales, aquella que nos zambulle en las fuerzas misteriosas de la naturaleza, nos conduce a un estilo de vivir lleno de sorpresas y aventuras. Lona, hierros y sogas, que solo se sostienen si se amarran con profundas estacas que aseguran su estabilidad, resistencia y permanencia.
Acampar debajo de una misma lona, nos pone en una misma condición, por más que seamos distintos, todos valemos por igual. La carpa nos hace experimentar el calor de otras presencias y la solidaridad de hermanos.
Allí dentro todo se comparte y se soporta, de los hábitos cordiales hasta las más ordinarias costumbres de los compañeros. Una experiencia de diversión pero también de aprendizaje, donde la convivencia nos exige salir del “ombliguismo adolescente”, a la vida compartida velando por el bien común. Es arriesgarse a la fascinante sintonía creativa que corre por nosotros, venciendo la rigidez al encontrar un gusto especial por la vida.
Hoy a unos cuantos años del pasaje por esa carpa tan especial, haciendo memoria de tan hermosos recuerdos, reconozco que aquellas vivencias, marcaron en nosotros una forma de valorar la vida compartida, siendo un icono de lo que puede ser los vínculos en clave de fraternidad. Ese lugar ya es parte de un recuerdo, pero sigue vivo en la forma de construir nuevos ambientes donde se respire ese gusto por salir del seguro individualismo, para abrirse a nuevos vínculos con aquel estilo de campamento.
Amigos, ¿dónde está nuestra carpa? ¿En qué lugar de tu corazón se entierran las profundas estacas que sostienen tus actuales relaciones de familia? Quizás sean personas significativas que con su ejemplo te han dado firmeza en tus convicciones, transformándose en sólidos valores dando estabilidad a tu vida.
¿Dónde está tu lona con su millón de hilos entramados que juntos conforman tan amplio cobijo?Si contaras la cantidad de encuentros y las vivencias que cada día vas acumulando, se vuelven un aprendizaje de la propia vida, para poder protegerte y resguardar a otros que viven en la cruda intemperie llamada soledad.
No dejes que la rutina superficial desgaste y corte las sogas que te conectan con esas experiencias fundantes de tu forma de relacionarte con los demás.
Jesús, vino al monte de la humanidad y acampó entre nosotros, nos ofrece su amistad y nos ha reunido en una sola familia de hermanos. Él quiere compartir todo lo que existe en nuestra carpa, para que nuestro campamento, fruto del crecimiento de todos, sea una estadía verdaderamente feliz.