El pan es el símbolo de todo aquello que des¬pierta hambre en nosotros, de todo aquello que nos alimenta, de lo que podemos vivir. El pan nos vigoriza para la vida diaria. Los judíos, en su paso por el desierto, tenían hambre de pan. Y Dios les dio pan del cielo. Con el maná saciaron su hambre en el camino por el desierto.
Jesús se atreve a presentarse como el pan que es capaz de saciar nuestra hambre: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre..." (Jn. 6,35). Esta afirmación era provocativa para los fariseos. Jesús se define como pan. Jesús se compara con el pan que comieron los israelitas en el desierto. Comieron el maná y, sin embargo, murieron. "Este es el pan del cielo que ha bajado para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan, vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6,50ss). Jesús asegura que, en medio del desierto, él nos alimentará. En el desierto de la pobreza, en el desierto del vacío interior, en el caos de los sentimientos, una palabra de Jesús puede ser un alimento que nos robustece en el camino.
Jesús identifica el pan que reparte con la carne que entrega para la vida del mundo. Jesús se hace pan que nos alimenta justamente cuando está colgado en la cruz, desprovisto de todo poder. Es una paradoja que provoca: el moribundo se hace alimento para los vivos. Sin embargo, esta paradoja corresponde a nuestra experiencia. Cuando alguien se entrega por nosotros, incondicionalmente, como lo hizo Jesús en la cruz, nos da vida; es como un alimento que nos acompaña en las necesidades y penas de la vida. En la cruz, Jesús es como un pan cocido en el fuego del sufrimiento. Es el fuego del amor que él transforma en pan para nosotros.
En última instancia, todo nuestro anhelo, nuestra añoranza se dirige hacia el amor recibido y entre¬gado. Anhelamos ser amados y amar. Jesús, que en la cruz nos ama hasta el extremo, como lo expresa Juan, colma nuestro anhelo. Su amor incondicional es el pan que nos alimenta y colma nuestras ansias de amor.
El hambre de vida y de amor se despierta sin cesar. Jesús dice que el que viene a él y lo sigue no tendrá hambre nunca más. Quien se sabe amado incondicionalmente por Jesús ya no busca otra cosa para eliminar su vacío interior.
Jesús no sólo afirma que él es el pan que nos da vida. Jesús nos ha dejado la comida eucarística como signo de su afirmación. En esta comida nos da con el pan su propio cuerpo, entregado por nosotros. Así, en la eucaristía el pan se hace signo de su amor con el que nos amó hasta el extremo de la cruz. Cuando comemos este amor hecho pan en la eucaristía percibimos, de alguna manera, que Jesús es el pan que sacia nuestro corazón. Jesús dice: "El que come mi carne y bebe mi sangre tie¬ne vida eterna" (Jn 6,54). Vida eterna no significa, en primer lugar, vida después de la muerte, sino vida en la que tiempo y eternidad se abrazan, en la que el cielo y la tierra se tocan, Dios y la persona humana se hacen una sola cosa.
Cuando recibo el pan eucarístico, siento que estando en mi camino, también estoy ahora en la meta. Ahora hay realmente vida en mí, vida eterna, que ni la muerte podrá destruir, porque queda impregnada de la vida y del amor de Dios.
¿Qué es lo que te alimenta de verdad? ¿De qué vives?
¿Qué es lo que te da fuerza en el camino hacia la libertad?
¿Cuál es tu hambre más íntima, tu anhelo más profundo?
¿Qué es lo que sacia tu hambre? ¿Con qué intentas tapar tu vacío?