Todos los días somos testigos de muchas manifestaciones de derroche. El derroche entendido como despilfarro: de imágenes ficticias de uno mismo; de contratos de deportistas y cláusulas de rescisión astronómicas y desproporcionadas al bien que producen; de tiempos de consumo de series en las diferentes cadenas televisivas; de acopio de calzado y prendas de vestir, una tras otra, para usar, tal vez, en algún momento; de palabras agresivas, vacías, desmoralizantes. Hay demasiado derroche inútil, del que no se sabe por qué y para qué, y que no contribuye en lo más mínimo al bien común, en un sentido cósmico de la economía.
También la falta de límites es un “mal de nuestro tiempo”. A los mismos límites que provienen del despilfarro – falta de moderación, de templanza, de comprensión… – se suman la falta de límites en la autocomplacencia, en el afán de bienestar narcisista, en acallar las voces del cinismo, en la falsa idea de sinceridad diciendo lo primero que a uno se le pasa por la cabeza…
Derroche, falta de límites… ¿Males de nuestro tiempo? Sí y no. Una lectura es la anterior, que no tiene nada de mentira ni de invento; todo eso existe y hace mucho mal. Pero también hay derroche de bien y falta de límites en el darse. Esto es lo que de un modo muy explícito nos lo viene a decir Jesús con la parábola del Buen Samaritano: el amor del Evangelio es un amor sin límites, que no sopesa ni calcula para donarse, y es también un amor que se derrocha a todos, buenos, malos, mediocres, desamparados… Jesús te dice, nos dice: piensa a partir del que padece necesidad, colócate en su situación, reflexiona: ¿dónde está el límite de mi deber, de mi amor?
La desproporción, que causa tantas injusticias y nos hace hasta rabiar – ¿por qué algunos tanto y otros tan poco? –, el derroche y la falta de límites es también la forma de ser de Dios: el es tan bueno que da, da y da. Y también invita a eso: derrochar el bien, no ponerle límites al amor.